¿Es la guerra un accidente histórico o
un producto de nuestra inteligencia armada?
Probablemente la guerra sea menos un accidente histórico que el
resultado lógico de convertir la inteligencia en arma. No somos apex
predators por biología –como un tigre o un tiburón–, sino por construcción
cultural: hemos hecho de la astucia, la técnica y la organización nuestro modo
de situarnos en la cúspide de la cadena trófica. Sin embargo, este privilegio
tiene un reverso inquietante: al no tener un depredador natural que nos limite,
somos nosotros mismos quienes hemos asumido ese rol unos contra otros.
Desde una perspectiva biológica, la guerra aparece como una consecuencia de nuestra posición ecológica singular. Un animal que ocupa la cúspide la pirámide evolutiva suele encontrarse con un límite natural en su expansión –otro depredador, la escasez de recursos, un nicho concreto–. El ser humano, en cambio, liberado de esos frenos biológicos gracias a la técnica, ha convertido a sus semejantes en su límite principal.
Thomas Hobbes (Reino Unido, 1588-1679) lo formuló con una claridad difícil de mejorar: homo homini lupus, “el hombre es el lobo del hombre”. No se trata de una metáfora de maldad innata, sino de vulnerabilidad recíproca: cuando nada externo detiene nuestras pasiones, cada cual percibe al otro como una amenaza potencial. Si la inteligencia amplifica nuestras capacidades ofensivas, la guerra puede emerger como la versión colectiva de este estado de naturaleza hobbesiano, una especie de “superdepredación” organizada.
Bajo esta lectura, la guerra no es un fallo moral aislado, sino un mecanismo que surge cuando grupos humanos compiten por territorio, recursos o poder con las herramientas culturales que nos han permitido dominar el entorno. La paradoja es amarga: el mismo ingenio que nos hizo especie dominante puede también hacernos presas los unos de los otros.
La guerra como control cultural de la sobrepoblación
En una segunda línea, esta vez cultural y vinculada con los análisis del politólogo Giovanni Sartori (Italia, 1924-2017), quien advirtió que el crecimiento demográfico descontrolado genera tensiones que las sociedades no siempre saben gestionar pacíficamente. La presión sobre los recursos, la desigualdad creciente y la incapacidad de responder a las demandas de millones de vidas nuevas crean un entorno donde los conflictos se vuelven más probables. No porque la fuera “solucione” la sobrepoblación –idea brutal y errónea–, sino porque en determinadas condiciones sociales la tensión demográfica actúa como combustible para las disputas políticas, económicas o culturales.
Siguiendo esta perspectiva, la guerra puede interpretarse como un síntoma de sistemas incapaces de equilibrar crecimiento, recursos y cohesión. Lo relevante aquí no es ver la guerra como un mecanismo deliberado de control, sino como una consecuencia indeseada de un ecosistema humano desbordado por su propio ético reproductivo. Sartori alerta de que, cuando el número supera la capacidad de sostenerlo, la violencia encuentra terreno fértil, igual que un bosque seco facilita los incendios.
Aclaración: explicar no es justificar
Es fundamental subrayar que ninguna de esas líneas o perspectivas, biológica y cultural, pretender justificar la guerra. Explicar su lógica evolutiva o sus condiciones demográficas no implica aceptarla como inevitable ni moralmente válida. La filosofía, al interrogar los fenómenos humanos, intenta darles un marco racional sin convertirlos por ello en normas.
La guerra sigue siendo, en última instancia, un fenómeno irracional, destructivo y éticamente inaceptable. No obstante, comprender por qué surge –ya sea como efecto de nuestra condición de superdepredadores culturales o como producto de tensiones poblacionales mal gestionadas– nos ayuda a imaginar formas de limitarla. Si la inteligencia nos llevó a convertirnos en arma, también puede llevarnos a desarmarla.
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