A veces las películas llegan sin
pretensiones ni recomendaciones: sólo buscamos distraernos, hacer una pausa
mental, ver “algo ligero”. Así me encontré con Chronicle
(2012), una cinta que parece un experimento adolescente más: tres chicos descubren
una especie de objeto subterráneo, entran en contacto con él y adquieren
poderes telequinéticos. Lo que inicia como bromas, curiosidad y euforia termina
transformándose en un relato oscuro sobre vulnerabilidad, explosión de ira
contenida y violencia extrema. Uno de los personajes, Andrew, es
particularmente sensible, retraído, lector constante; en una escena menciona a
Schopenhauer, como si intuyera que el mundo es voluntad ciega, lucha
inevitable, sufrimiento que se reproduce. Su interés por la filosofía no es
anecdótico: es señal del conflicto interior que sostiene toda la historia.
En esa
misma película aparece un concepto clave: apex
predator. En biología, un depredador es un organismo que caza a otros para
alimentarse y sobrevivir. En la parte más alta de esa cadena se ubica el apex predator: la especie que no tiene
depredadores naturales, la cúspide del ecosistema. La teoría ecológica sostiene
que cuando un depredador así domina un sistema sin restricciones, su
comportamiento y sus efectos sobre el entorno tienden a ser expansivos, desequilibrantes,
incluso destructivos.
Esa idea
me impacto. Pensé en el ser humano y en algo casi obvio, aunque pocas veces
asumido con sus consecuencias: no tenemos depredadores naturales. Sin embargo,
no nacimos como apex predators en el
sentido tradicional; no somos los más fuertes, ni los más veloces, ni los
dotados con garras, colmillos o veneno. Nuestra supremacía no proviene del
cuerpo, de la fuerza física, sino de la razón, y de lo que ésta ha hecho
posible: ciencia, tecnología, organización social, innovación bélica. Quizá,
entonces, la guerra sea menos un accidente histórico que el resultado lógico de
convertir la inteligencia en arma: no somos apex
por biología, sino por construcción cultural.
La cuestión
es que ese “rango”, lejos de dignificarnos, ha traído consecuencias negativas:
devastación ambiental, colapso de ecosistemas, explotación indiscriminada de
recursos, desigualdad extrema, violencia sistemática. Somos la única especie
capaz de alterar el clima del planeta y, a la vez, la única que puede
justificarlo moralmente. Hemos llevado nuestra depredación al límite: ya no
sólo destruimos lo que nos rodea, sino nuestras condiciones mismas de
existencia.
¿Por
qué? Tal vez porque la razón se ha vuelto cálculo, herramienta, maquinaria
productiva, pero no pensamiento crítico. Carecemos de filosofía entendida como
ejercicio reflexivo que cuestiona fines, valores, consecuencias. No hemos
acompañado el desarrollo tecnológico con un desarrollo ético equivalente.
Sabemos cómo hacer, pero no siempre por qué, para qué o a costa de quién. Falta
análisis, autoconciencia, responsabilidad, imaginación moral.
La
propuesta –si es que aún estamos a tiempo– no es renunciar a lo que somos, sino
transformar nuestra posición en la cadena. Dejar de aspirar a ser depredadores
para convertirnos en guardianes; pasar de conquistadores a cuidadores
conscientes. Reconocer que la vida no es pirámide, sino red; que la fuerza, el
poder no está en dominar, sino en sostener la armonía; que la existencia humana
sólo tiene sentido dentro de la existencia compartida.
Quizá lo verdaderamente filosófico de Chronicle no sea el personaje que menciona a
Schopenhauer, sino la pregunta silenciosa que la película deja flotando: ¿qué
haríamos si pudiéramos hacer cualquier cosa? Ahí comienza la ética, y tal vez
también nuestra oportunidad de alcanzar un genuino progreso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario