miércoles, 19 de noviembre de 2025

Día Mundial de la Filosofía (tercer jueves de noviembre)

 

Enseñar filosofía y enseñar a filosofar: entre la domesticación institucional y la pulsión crítica del pensamiento




La distinción entre enseñar filosofía y enseñar a filosofar constituye hoy un punto de partida imprescindible para pensar la situación contemporánea del quehacer filosófico. Se trata de una distinción clásica, cuya vigencia se reactualiza en un contexto donde la filosofía —dentro y fuera de la academia— parece debatirse entre la transmisión de contenidos y la posibilidad misma de un pensamiento vivo. La primera práctica, enseñar filosofía, se sitúa principalmente en el ámbito escolar y universitario; la segunda, enseñar a filosofar, se reivindica en el campo de las llamadas prácticas filosóficas, que buscan operar fuera del aula, allí donde la vida ocurre y donde la filosofía aspira a recuperar su dimensión originaria: el ejercicio crítico, interrogativo y reflexivo sobre la realidad.

Prácticas filosóficas: definiciones, alcances y límites

El libro de la UNESCO La filosofía, una escuela de la libertad ofrece una caracterización amplia de las prácticas filosóficas, comprendiéndolas como actividades destinadas a estimular el pensamiento crítico, la capacidad de argumentar, la autonomía reflexiva y el diálogo razonado. Estas prácticas no se reducen a la enseñanza de teorías; persiguen generar condiciones para que los sujetos se apropien de la pregunta, del análisis lógico y del discernimiento ético.

Lo que las hace propiamente filosóficas, según este marco, no es su institucionalización, su metodología ni su adaptación para públicos diversos, sino el conjunto de competencias y disposiciones intelectuales que movilizan: clarificación conceptual, identificación de supuestos, evaluación de argumentos, apertura al disenso y voluntad de revisión constante. La filosofía, en este sentido, aparece como un ejercicio de libertad crítica más que como un corpus doctrinal.

Sin embargo, esta definición, aparentemente neutra, ha sido difícil de sostener en la práctica.

Primer momento crítico: la ruptura con el aula escolar

Las prácticas filosóficas surgieron, en gran medida, como respuesta a una acusación relativamente común: que la academia sólo enseña filosofía, entendida como historia de la filosofía, como erudición archivada, como saber inerte. A partir de esta premisa, la academia fue presentada como un espacio incapaz —o desinteresado— de enseñar a filosofar. El gesto fundador de las prácticas filosóficas fue, entonces, un gesto de ruptura: sacar la filosofía del aula, liberarla de los planes de estudio y devolverla a la vida cotidiana.

No obstante, esta ruptura, cuando se absolutiza, se vuelve antiintelectual, porque descuida que en el aula también se producen preguntas radicales, críticas y experiencias formativas significativas. Pintar a la academia como un espacio uniforme, monolítico o incapaz de pensamiento vivo no sólo es injusto: reproduce la misma simplificación que las prácticas afirman combatir.

Segundo momento crítico: el retorno a la institucionalidad

El segundo momento, quizá más polémico, es el retorno. Tras la efervescencia inicial, muchas prácticas filosóficas se institucionalizaron: surgieron asociaciones, certificaciones, programas de formación, metodologías estandarizadas y discursos de legitimación interna. Este proceso —previsible en toda corriente que busca reconocimiento— terminó produciendo lo que podríamos llamar una burocratización del filosofar.

Lo que nació como una alternativa a la rigidez académica empezó a reproducir sus mismas lógicas: exclusiones, jerarquías internas, disputas de autoridad, pedagogías prescriptivas y competencia por nichos de influencia. Las prácticas filosóficas, que en su origen reclamaban libertad, han terminado muchas veces por construir nuevos perímetros de ortodoxia, nuevas formas de experticia y, en ciertos casos, nuevas dependencias institucionales.

Más aún: en su intento por "retornar" al aula escolar —ahora desde la periferia— muchas de estas prácticas se integraron a programas educativos como recursos opcionales, actividades complementarias o “metodologías innovadoras”. El gesto de ruptura inicial se diluye. La crítica a la academia se desactiva. Y lo más grave: las prácticas filosóficas terminan disputando el mismo espacio que criticaban, reproduciendo la misma lógica que buscaban superar.

La banalización del pensamiento: un efecto colateral

A lo anterior se suma otro problema de fondo: en el afán de “hacer accesible” la filosofía para todos los públicos, algunas prácticas filosóficas han caído en la banalización del pensamiento filosófico. Conceptos se simplifican hasta la trivialidad, los problemas se reducen a consignas motivacionales y la complejidad inherente a la tradición filosófica se diluye en ejercicios lúdicos que, aunque bienintencionados, sacrifican rigor por accesibilidad.

Paradójicamente, la exigencia de enseñar a filosofar se sustituye por una versión diluida de enseñar filosofía, sólo que traducida a actividades recreativas o pseudo-terapéuticas. El resultado es contradictorio: ni se enseña filosofía con profundidad, ni se enseña a filosofar con autenticidad.

¿Qué implica, entonces, enseñar a filosofar?

Desde una perspectiva más rigurosa —y también más exigente— enseñar a filosofar no consiste en replicar metodologías, no consiste en repetir mantras antiacadémicos ni en ofrecer alternativas “creativas” que terminen funcionando como versiones suavizadas del canon.

Un genuino enseñar a filosofar implica asumir y encarnar la actitud filosófica, y esto no es un eslogan: es una práctica ética, intelectual y política.

Enseñar a filosofar es:

  • Cuestionar, incluso cuando cuestionar comporta riesgo institucional o social.
  • Analizar con rigor, incluso cuando el entorno preferiría respuestas rápidas o confortables.
  • Ejercitar la crítica, aunque la crítica genere rechazo o incomodidad.
  • No temer al disenso, sino comprenderlo como una condición constitutiva del pensamiento filosófico.
  • Argumentar sólidamente, sin refugiarse en la autoridad del canon ni en el relativismo complaciente.
  • Interrogar la realidad en su dimensión política y ética, conscientes de que el pensamiento no es inocuo.
  • Pensar para transformar, no para adornar, entretener o legitimar prácticas institucionales.

En suma: enseñar a filosofar es vivir filosóficamente. Y este vivir filosófico, lejos de ser una pose, comienza siempre en el propio sujeto. Ninguna práctica filosófica —académica o no académica— puede enseñarse eficazmente si no brota de un trabajo interior, de un pensar que se arriesga y se transforma.

Si la filosofía es, como sostiene la UNESCO, una escuela de la libertad, entonces lo verdaderamente revolucionario no es la ruptura formal con la academia, ni su posterior institucionalización alternativa, sino la decisión radical de sostener el pensamiento crítico como forma de vida.

 




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