Enseñar filosofía y enseñar a filosofar: entre la domesticación institucional y la pulsión crítica del pensamiento
La distinción entre enseñar filosofía y
enseñar a filosofar constituye hoy un punto de partida imprescindible
para pensar la situación contemporánea del quehacer filosófico. Se trata de una
distinción clásica, cuya vigencia se reactualiza en un contexto donde la
filosofía —dentro y fuera de la academia— parece debatirse entre la transmisión
de contenidos y la posibilidad misma de un pensamiento vivo. La primera
práctica, enseñar filosofía, se sitúa principalmente en el ámbito escolar y
universitario; la segunda, enseñar a filosofar, se reivindica en el campo de
las llamadas prácticas filosóficas, que buscan operar fuera del aula,
allí donde la vida ocurre y donde la filosofía aspira a recuperar su dimensión
originaria: el ejercicio crítico, interrogativo y reflexivo sobre la realidad.
Prácticas
filosóficas: definiciones, alcances y límites
El libro de la UNESCO La filosofía, una
escuela de la libertad ofrece una caracterización amplia de las prácticas
filosóficas, comprendiéndolas como actividades destinadas a estimular el
pensamiento crítico, la capacidad de argumentar, la autonomía reflexiva y el
diálogo razonado. Estas prácticas no se reducen a la enseñanza de teorías;
persiguen generar condiciones para que los sujetos se apropien de la pregunta,
del análisis lógico y del discernimiento ético.
Lo que las hace propiamente filosóficas,
según este marco, no es su institucionalización, su metodología ni su
adaptación para públicos diversos, sino el conjunto de competencias y
disposiciones intelectuales que movilizan: clarificación conceptual,
identificación de supuestos, evaluación de argumentos, apertura al disenso y
voluntad de revisión constante. La filosofía, en este sentido, aparece como un
ejercicio de libertad crítica más que como un corpus doctrinal.
Sin embargo, esta definición, aparentemente
neutra, ha sido difícil de sostener en la práctica.
Primer
momento crítico: la ruptura con el aula escolar
Las prácticas filosóficas surgieron, en gran
medida, como respuesta a una acusación relativamente común: que la academia
sólo enseña filosofía, entendida como historia de la filosofía, como
erudición archivada, como saber inerte. A partir de esta premisa, la academia
fue presentada como un espacio incapaz —o desinteresado— de enseñar a
filosofar. El gesto fundador de las prácticas filosóficas fue, entonces, un
gesto de ruptura: sacar la filosofía del aula, liberarla de los planes
de estudio y devolverla a la vida cotidiana.
No obstante, esta ruptura, cuando se
absolutiza, se vuelve antiintelectual, porque descuida que en el aula
también se producen preguntas radicales, críticas y experiencias
formativas significativas. Pintar a la academia como un espacio uniforme,
monolítico o incapaz de pensamiento vivo no sólo es injusto: reproduce la misma
simplificación que las prácticas afirman combatir.
Segundo
momento crítico: el retorno a la institucionalidad
El segundo momento, quizá más polémico, es el retorno.
Tras la efervescencia inicial, muchas prácticas filosóficas se
institucionalizaron: surgieron asociaciones, certificaciones, programas de
formación, metodologías estandarizadas y discursos de legitimación interna.
Este proceso —previsible en toda corriente que busca reconocimiento— terminó
produciendo lo que podríamos llamar una burocratización del filosofar.
Lo que nació como una alternativa a la rigidez
académica empezó a reproducir sus mismas lógicas: exclusiones, jerarquías
internas, disputas de autoridad, pedagogías prescriptivas y competencia por
nichos de influencia. Las prácticas filosóficas, que en su origen reclamaban
libertad, han terminado muchas veces por construir nuevos perímetros de
ortodoxia, nuevas formas de experticia y, en ciertos casos, nuevas
dependencias institucionales.
Más aún: en su intento por
"retornar" al aula escolar —ahora desde la periferia— muchas de estas
prácticas se integraron a programas educativos como recursos opcionales,
actividades complementarias o “metodologías innovadoras”. El gesto de ruptura
inicial se diluye. La crítica a la academia se desactiva. Y lo más grave: las
prácticas filosóficas terminan disputando el mismo espacio que criticaban,
reproduciendo la misma lógica que buscaban superar.
La
banalización del pensamiento: un efecto colateral
A lo anterior se suma otro problema de fondo:
en el afán de “hacer accesible” la filosofía para todos los públicos, algunas
prácticas filosóficas han caído en la banalización del pensamiento
filosófico. Conceptos se simplifican hasta la trivialidad, los problemas se
reducen a consignas motivacionales y la complejidad inherente a la tradición
filosófica se diluye en ejercicios lúdicos que, aunque bienintencionados,
sacrifican rigor por accesibilidad.
Paradójicamente, la exigencia de enseñar a
filosofar se sustituye por una versión diluida de enseñar filosofía,
sólo que traducida a actividades recreativas o pseudo-terapéuticas. El
resultado es contradictorio: ni se enseña filosofía con profundidad, ni se
enseña a filosofar con autenticidad.
¿Qué
implica, entonces, enseñar a filosofar?
Desde una perspectiva más rigurosa —y también
más exigente— enseñar a filosofar no consiste en replicar metodologías, no
consiste en repetir mantras antiacadémicos ni en ofrecer alternativas
“creativas” que terminen funcionando como versiones suavizadas del canon.
Un genuino enseñar a filosofar implica asumir
y encarnar la actitud filosófica, y esto no es un eslogan: es una práctica
ética, intelectual y política.
Enseñar a filosofar es:
- Cuestionar,
incluso cuando cuestionar comporta riesgo institucional o social.
- Analizar con rigor,
incluso cuando el entorno preferiría respuestas rápidas o confortables.
- Ejercitar la crítica,
aunque la crítica genere rechazo o incomodidad.
- No temer al disenso, sino
comprenderlo como una condición constitutiva del pensamiento filosófico.
- Argumentar sólidamente, sin
refugiarse en la autoridad del canon ni en el relativismo complaciente.
- Interrogar la realidad en su dimensión política y ética, conscientes de que el pensamiento no es inocuo.
- Pensar para transformar, no
para adornar, entretener o legitimar prácticas institucionales.
En suma: enseñar a filosofar es vivir
filosóficamente. Y este vivir filosófico, lejos de ser una pose, comienza
siempre en el propio sujeto. Ninguna práctica filosófica —académica o no
académica— puede enseñarse eficazmente si no brota de un trabajo interior, de
un pensar que se arriesga y se transforma.
Si la filosofía es, como sostiene la UNESCO,
una escuela de la libertad, entonces lo verdaderamente revolucionario no es la
ruptura formal con la academia, ni su posterior institucionalización
alternativa, sino la decisión radical de sostener el pensamiento crítico
como forma de vida.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario