El bienestar como forma de control
Si las instituciones –escuelas, universidades, medios de comunicación, hospitales, iglesias o ministerios estatales– buscaran verdaderamente el bienestar de la sociedad, su fuente de orientación no serían las cifras ni los censos, sino las voces. No las estadísticas del DANE o del INEGI, sino las palabras que se pronuncian, entre titubeos y hallazgos, en los encuentros de filosofía donde estudiantes, trabajadores, jóvenes, adultos y mayores piensan en común el sentido de su existencia.
Porque en
esos espacios no hay intereses de mercado ni agendas partidistas: hay
pensamiento vivo, pensamiento que se pregunta. En lugar de “datos” –que son
siempre recortes, simplificaciones, promedios–, allí emergen las experiencias
concretas, los dilemas éticos, los malestares cotidianos que no caben en un
formulario. Allí se manifiesta la sociedad que siente y que piensa, no la que
se mide.
Sin
embargo, el poder prefiere los números a las palabras, los gráficos a las
preguntas, la predicción a la comprensión. Los datos pueden clasificarse,
vigilarse, administrarse; las preguntas no. Por eso las instituciones modernas,
en lugar de promover el pensamiento, promueven la civilización de las mentes:
un proceso de domesticación cognitiva mediante el cual se aprende a pensar lo
permitido, a sentir lo correcto, a desear lo conveniente.
De ahí
nacen las políticas públicas “racionales”, los discursos del progreso, los
estándares educativos y sanitarios, los índices de productividad o felicidad.
Todos ellos responden a una misma lógica: la estandarización del ser
humano, la fabricación de una sociedad legible y obediente. Lo
que se llama bienestar suele ser, en realidad, una forma refinada de control.
Y cuando
ese control se perfecciona, se desliza hacia su extremo más oscuro: la limpieza
poblacional, la eliminación simbólica o literal de quienes no
encajan en los parámetros de la norma. Los cuerpos diferentes, los modos de
vida disidentes, las sensibilidades críticas son marginadas, patologizadas o
descartadas. La historia nos ha mostrado una y otra vez que el sueño del orden
puede devenir en pesadilla de exclusión.
Por eso los encuentros de filosofía, cuando son auténticos, son también actos de resistencia. En ellos no se produce conocimiento útil, sino pensamiento libre; no se uniforma, sino que se diversifica la mirada; no se obedece, sino que se comprende. Son pequeñas grietas en el edificio del control institucional, lugares donde la palabra recupera su potencia política y existencial.
Probablemente el bienestar que necesitamos no pueda medirse ni gestionarse, sino pensarse y compartirse. No surgirá de las instituciones que administran la vida, sino de las comunidades que se piensan a sí mismas, que se escuchan y se atreven a decir lo que los números callan. El bienestar que necesitamos brota en los espacios donde la curiosidad se ejercita, donde la investigación y el análisis se entrelazan con la escritura filosófica y la escucha atenta; en esos lugares donde el diálogo no busca convencer, sino comprender, y donde el pensamiento se convierte en una forma de cuidado y de encuentro.
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