El
significado de Frankenstein en la cultura contemporánea
(Parte 3 de 4)
Esta tercera parte de la serie está dedicada a
explorar cómo ha cambiado el significado de Frankenstein a lo largo de
sus más de dos siglos de existencia, y a comprender qué representa hoy, en
pleno siglo XXI. Pocas obras literarias han tenido la capacidad de
transformarse tanto sin perder su núcleo simbólico: la confrontación entre el
ser humano, su creatividad desbordada y los límites éticos de sus propias
obras.
A lo largo del tiempo, la figura del monstruo ha sido interpretada desde distintos ángulos. Aunque no existe una única lectura definitiva, pueden distinguirse tres grandes momentos en la evolución cultural del mito.
1. El monstruo que despierta simpatía: ternura, vulnerabilidad, sensibilidad
En una primera etapa, la criatura aparece como
un ser curioso, inteligente, sensible, capaz de ternura y de deseo de
pertenencia. Esta interpretación sigue muy de cerca el espíritu original de la
novela, donde la criatura no nace monstruosa: se vuelve monstruo por el
rechazo, el abandono y la violencia social.
Películas, obras teatrales y adaptaciones del
siglo XIX y principios del XX reforzaron esta imagen compasiva del ser creado
por Víctor Frankenstein, destacando su humanidad frustrada y su tragedia
existencial.
2. El monstruo malvado: el énfasis en la amenaza
Posteriormente, especialmente con las
adaptaciones cinematográficas de mediados del siglo XX, apareció una segunda
interpretación que acentúa la maldad, borrando en gran medida la posibilidad de
empatía. La criatura se transformó en un villano arquetípico: torpe, violento,
incontrolable. La complejidad moral presente en la novela se redujo a la idea
de un ser peligroso cuyo único rasgo definitorio era su destructividad.
Este cambio coincide con épocas marcadas por
temores sociales más amplios: la guerra, los totalitarismos, el miedo a la
ciencia descontrolada y los riesgos de la experimentación humana.
3. El monstruo híbrido contemporáneo: lo antinatural como amenaza
La tercera etapa —la más cercana a nuestro
presente— ve al monstruo como un híbrido antinatural y peligroso, un “engendro”
que surge de mezclar lo que no debería mezclarse. Este Frankenstein
contemporáneo se ha convertido en una gran analogía cultural, utilizada
para nombrar fenómenos científicos, tecnológicos y políticos que despiertan
inquietud ética.
Dos ejemplos son particularmente reveladores:
la Frankenfood y los “gobiernos Frankenstein”.
Frankenfood: híbridos alimentarios y la inquietud ante lo antinatural
El término Frankenfood o “comida Frankenstein” se utiliza para describir alimentos creados mediante procedimientos tecnológicos considerados artificiales, inquietantes o contrarios al orden natural. El concepto engloba la hibridación de células, organismos y procesos que dan lugar a productos percibidos como antinaturales o incluso peligrosos.
Un ejemplo reciente es la comercialización de
carne proveniente de animales clonados en Canadá, lo que generó debates sobre
bioseguridad, contaminación genética y salud pública. La crítica es clara: si
la humanidad sustituye a la naturaleza —la obra divina— por la ciencia —la obra
humana—, debe aceptar también la responsabilidad por los riesgos que ello
implica.
La advertencia subyacente es profundamente ética: no se trata solo de si podemos producir algo, sino de por qué y para qué deberíamos hacerlo.
La clave está en usar la ciencia con inteligencia, precaución y una conciencia clara de sus efectos en el mundo vivo.
Los “gobiernos Frankenstein”: política hecha
de partes incongruentes
En el ámbito político, se usa la expresión “gobierno Frankenstein” para referirse a coaliciones armadas con piezas inconexas: alianzas contradictorias, intereses incompatibles, ideologías opuestas unidas únicamente por la conveniencia del poder. Son gobiernos que, como el monstruo de Shelley, no tienen una identidad unificada y cuyo funcionamiento puede tornarse impredecible y caótico.
Aquí, Frankenstein funciona como metáfora del riesgo de crear estructuras políticas artificiales que escapan al control de quienes las ensamblan.
La nueva criatura: la inteligencia artificial
Hoy, quizás el Frankenstein más influyente sea la inteligencia artificial (IA). Las discusiones actuales distinguen entre una IA “débil o limitada”, diseñada para tareas específicas, y una IA “general o fuerte”, equivalente o incluso superior a la inteligencia humana.
La preocupación central no es la capacidad técnica, sino la posibilidad de que una IA capaz de automejorarse produzca una “explosión de inteligencia”, fenómeno que algunos teóricos consideran potencialmente devastador.
El filósofo Nick Bostrom, en 2002, desarrolló el concepto de riesgo existencial: amenazas que no solo ponen en peligro a individuos o sociedades, sino a la continuidad misma de la humanidad. Una súper IA puramente pragmática, carente de emociones o conciencia social, podría perseguir metas exclusivamente instrumentales, ignorando todo valor ético o humano.
En otras palabras, una
superinteligencia artificial podría operar bajo metas puramente instrumentales,
sin emociones, sin empatía, sin una conciencia social que limite sus objetivos.
La criatura, en términos contemporáneos, podría volverse insensible al daño
humano del mismo modo que la criatura de Shelley se volvió insensible al
rechazo y a la violencia.
Las preguntas que Shelley planteó en
1818 se reactivan hoy con fuerza:
¿Qué ocurre cuando creamos algo que no podemos controlar?
¿Qué responsabilidad ética tenemos hacia nuestras propias creaciones?
¿Puede la técnica superar nuestra capacidad moral?
Frankenstein como advertencia: hacia una
“ciencia con conciencia”
Desde mediados del siglo XX, la figura de Frankenstein ha servido como símbolo de advertencia frente a los avances tecnológicos. Lo que la novela llama la atención —y lo que la contemporaneidad recupera— es la responsabilidad del creador.
Si la humanidad crea, debe también cuidar, acompañar y supervisar aquello que crea. De lo contrario, se corre el riesgo de que nuestras obras se conviertan en amenazas para nosotros mismos.
A este principio lo podemos resumir como una invitación urgente a ejercer una ciencia con conciencia: una ciencia que no sólo inventa, sino que reflexiona; que no sólo transforma, sino que cuida; que no sólo abre posibilidades, sino que se hace responsable de sus consecuencias.
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