domingo, 16 de noviembre de 2025

Descanonizar el arte

 

¿Qué es el arte hoy? Transtextualidad, descanonización y el dilema de la inteligencia artificial

 



Uno de los desafíos más interesantes del pensamiento contemporáneo es aceptar que el arte dejó de ser un territorio sagrado y delimitado. La desmitificación de lo artístico comenzó hace más de un siglo con gestos tan contundentes como el célebre orinal de Marcel Duchamp, presentado en 1917 bajo el título Fountain. Duchamp tomó un objeto cotidiano –un urinario industrial, producido en masa–, lo firmó con el seudónimo “R. Mutt” y lo envió a una exhibición de arte. El escándalo que produjo no estuvo en el objeto mismo, sino en la pregunta que detonó: ¿qué convierte a algo en arte? ¿La materialidad? ¿La intención del autor? ¿El contexto institucional? Fountain abrió una grieta que jamás volvió a cerrarse, desafiando la idea de que el arte debe ser bello, único, sublime o elaborado. Su gesto fue, en cierto sentido, un acto filosófico: poner en evidencia que el aura del arte depende más de los marcos que lo sostienen que del objeto en sí.

 


Hoy también hemos normalizado la transtextualidad, un término que Gérard Genette utiliza para referirse al conjunto de relaciones que un texto mantiene con otros textos. Gracias a ello, aceptamos sin mayor conflicto que una obra literaria se “traslade” a otros lenguajes: una caricatura que deriva de un clásico literario, una película basada en una novela o incluso una versión musicalizada de un poema. Basta pensar en El Quijote, cuya presencia se derrama en tiras cómicas, adaptaciones cinematográficas y reescrituras contemporáneas. En este ir y venir de soportes y modalidades no vemos corrupción ni pérdida; al contrario, celebramos la capacidad de las obras para resignificarse y dialogar en múltiples registros.

 

Del mismo modo, parece que hemos aprendido a descanonizar lo tradicional: ya no es escandaloso romper con la pintura figurativa, con la narrativa clásica o con la poesía métrica. Sin embargo, esa misma flexibilidad convive con un discurso que pretende defender ciertos cánones y condenar otros. Así, hay quienes sostienen que la entrada de la inteligencia artificial en los procesos creativos representa una amenaza inadmisible para “lo artístico”. Aunque este rechazo nos obliga a preguntarnos: ¿según qué criterios? ¿Qué canon se está defendiendo y por qué? ¿Por qué aceptamos sin reparo que un objeto industrial se vuelva arte, que un texto se convierta en caricatura, pero no que una máquina participe del proceso creativo?

 

La propuesta aquí es más radical –o quizá más coherente con la tradición crítica que hemos heredado desde las vanguardias: cuestionar todos los cánones, no sólo algunos. Ya que cualquier intento de diferenciar entre cánones aceptables y cánones intocables termina siendo una arbitrariedad. Y si algo mostró Duchamp es que nada es evidente, que todo puede problematizarse.

 

Volver entonces a las preguntas fundamentales no es un ejercicio ocioso sino necesario:
¿Qué es el arte?
¿Qué convierte a un objeto en objeto artístico?
¿Qué hace que un texto pueda llamarse “literario”?

Estas preguntas se vuelven especialmente urgentes frente al debate sobre la inteligencia artificial. ¿Es un fraude escribir con ayuda de una IA? La respuesta depende de lo que entendamos por fraude, por autoría y por creación. Después de todo, muchos movimientos artísticos han explorado técnicas que descentran la figura del autor. Un ejemplo es el método de los cut-ups, popularizado por William S. Burroughs: una técnica literaria que consiste en recortar textos impresos y reorganizar los fragmentos al azar para generar nuevas combinaciones de sentido. Si aceptamos que estas prácticas –basadas en el collage, la aleatoriedad y la transformación– pueden generar literatura, ¿por qué una herramienta algorítmica sería, en sí misma, ilegítima?

 


Condenar a la IA por “no ser humana” nos obliga a recordar que tampoco lo era el objeto industrial de Duchamp, ni lo es la técnica impersonal del montaje o la adaptación. Quizá el verdadero problema no sea la inteligencia artificial, sino el miedo a perder un canon que creíamos estable. Si algo caracteriza a la reflexión filosófica es la voluntad de interrogar lo que parece evidente. Y tal vez la pregunta correcta no sea si la inteligencia artificial puede crear arte, sino si nosotros estamos dispuestos a seguir pensando –y repensando– qué entendemos por arte.

 


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