Los inactivos
En cierto sentido, son inactivos.
No tienen que alistarse para ir a trabajar ni para estudiar. Nadie los espera en algún lugar, no tienen citas ni trámites que realizar. Podría decirse que no tienen compromiso alguno, salvo consigo mismos… o tal vez ya ni eso.
Su tiempo transcurre sin la urgencia de los relojes ni la tiranía de las agendas. La inactividad que habita en cada uno de sus días les concede un espacio distinto: el de la contemplación. Una contemplación que no siempre mira hacia afuera, sino hacia adentro.
Esa quietud —que para muchos sería tedio o vacío— se convierte, en ellos, en una oportunidad de introspección. De autoconocimiento. En su silencio encuentran una forma de reflexión profunda, un roce con algo que podría llamarse sabiduría.
Y, sin embargo, no logran expresarla. No la comunican. Es como si la palabra se disolviera antes de llegar a los labios, como si el pensamiento se volviera demasiado denso para ser compartido.
¿Será que esa contemplación, tan fértil y tan honda, termina convirtiéndose en un encierro?
¿Será que, en sus mentes y en sus corazones, la quietud se transforma en ensimismamiento?

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