Frankenstein
como símbolo y mito filosófico
(Parte 2 de 4)
Esta es la segunda entrega de una serie de
cuatro textos dedicados a explorar Frankenstein o el moderno Prometeo.
En esta parte me interesa mostrar por qué la novela de Mary Shelley se ha
convertido no sólo en un clásico literario, sino en un símbolo polivalente y en
un mito con pleno estatuto filosófico.
Desde su publicación en 1818, Frankenstein ha encarnado la eterna pugna entre fe y razón. La novela no se reduce a una historia de terror ni a una fantasía científica: es una obra que interroga los límites éticos del progreso, la relación ambigua que mantenemos con nuestras propias creaciones tecnológicas y la delgada frontera que separa lo normal de lo monstruoso. No es casual que la pregunta central del subtítulo —el moderno Prometeo— nos obligue a pensar: ¿quién es el nuevo Prometeo?
¿Víctor Frankenstein, que roba el fuego del conocimiento y desafía los límites de la vida y la muerte? ¿O la criatura, que sufre la condena de haber recibido un don que nunca pidió?
Ambos pueden serlo. Y esa tensión simbólica
abre múltiples interpretaciones posibles.
A lo largo de más de dos siglos, se han propuesto diversas interpretaciones de la obra. Al menos diez de ellas permiten vislumbrar su riqueza:
1. La ciencia puede ir demasiado lejos: la novela advierte sobre el riesgo de cruzar la línea de lo éticamente aceptable.
2. Las acciones tienen consecuencias: la
irresponsabilidad de Víctor precipita la tragedia.
3. No jugar a ser Dios: se transgreden los
límites entre lo humano y lo divino.
4. Una dialéctica amo–esclavo: la obra aparece
poco después de la abolición de la trata de esclavos en el Imperio británico, y
resuena como advertencia sobre los “esclavos liberados” y el temor social a
aquello que se ha dominado.
5. La culpa maternal de Mary Shelley: la
crítica feminista temprana, como la de Ellen Moers, vio en la novela una
sublimación del trauma por la muerte de su hija recién nacida.
6. Depresión postnatal: la criatura como
“nacimiento monstruoso”, y Víctor como una figura maternal que rechaza a su
creación.
7. Los monstruos no nacen monstruos: la
criatura es inicialmente inocente; es la violencia social la que la convierte
en amenaza.
8. Celebrar la diferencia: la criatura no es
un monstruo, sino un ser rechazado por su apariencia; la obra es una crítica al
miedo a la alteridad.
9. ¿Viva la revolución? No del todo: Shelley,
crítica de las revoluciones violentas, sugiere que un cambio sin orden puede
desembocar en caos, así como ocurre con la rebelión de la criatura.
10. Alegoría cristiana: más que un Adán, la
criatura es un ángel caído, condenado a la soledad y a la separación absoluta
de su creador.
Estas interpretaciones son apenas un vistazo a la complejidad del mito que Mary Shelley construyó.
Ahora bien, ¿qué convierte a Frankenstein en un mito filosófico?
Lo que dota a esta obra de un verdadero estatuto filosófico no es únicamente su densidad simbólica, sino su capacidad para articular un planteamiento propio: el deseo humano de inmortalidad y las consecuencias éticas de traspasar los límites de lo permitido.
Aquí el mito no es un cuento fantástico destinado al entretenimiento, sino una forma de pensamiento problemático e indagatorio. Mary Shelley utiliza la potencia de la ficción para reflexionar sobre preguntas profundas:
¿Qué clase de humanidad se forja cuando se
desprecia al diferente?
¿Cuál es el costo de desafiar el orden natural
o divino?
En este sentido, Frankenstein funciona como una crítica lúcida a su época: cuestiona la sociedad que emerge de la Revolución Industrial, se distancia del optimismo ilustrado, señala los peligros de un modelo político basado únicamente en la razón instrumental, critica el patriarcado y propone una recreación del mito de Prometeo para interrogar la modernidad naciente.
La novela no sólo cuenta una historia: piensa. Y es precisamente esa capacidad filosófica lo que ha permitido que Frankenstein perdure, se transforme y siga iluminando los dilemas éticos de nuestro presente.
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