Aprender a pensar
Tendemos a suponer que pensar es una capacidad plenamente adquirida por el mero hecho de ejercitarla desde siempre, del mismo modo en que damos por sentado que sabemos respirar porque lo hacemos desde el inicio de nuestra vida. No obstante, respirar adecuadamente requiere aprendizaje: es posible hacerlo de manera consciente, regular su ritmo y obtener con ello una mejor oxigenación. Algo semejante sucede con el pensamiento. Pensar no es únicamente una actividad espontánea, sino también una habilidad que puede cultivarse. A través de la práctica filosófica es posible desarrollar capacidades específicas que permiten pensar con mayor rigor y claridad, lo cual repercute en la posibilidad de tomar decisiones mejor fundamentadas, tanto en el ámbito de la vida cotidiana como en el de las cuestiones más trascendentales.
Catarsis y pensamiento crítico
Todo me remite a la filosofía. El término catarsis proviene del griego kátharsis (κάθαρσις), que significa “purificación” o “limpieza”. Aristóteles lo utiliza en su obra Poética para explicar el efecto que la tragedia produce en el espectador: una liberación o depuración de emociones intensas —en especial la compasión y el temor— a través de la representación artística. No se trata simplemente de desahogarse, sino de un proceso de transformación
interior que permite alcanzar claridad, equilibrio y cierta forma de aprendizaje emocional.
Ayer asistimos a un taller titulado “La literatura como práctica de catarsis”. Ahí se planteó que, cuando cantamos o repetimos canciones cargadas de dolor, tristeza o resentimiento, en realidad no nos liberamos de esas emociones, sino que corremos el riesgo de quedarnos atrapados en un círculo de negatividad. Según esta visión, no habría catarsis en la mera repetición de letras dolorosas, sino una especie de recreación del sufrimiento que termina por hundirnos en él, incluso si no hemos vivido en carne propia esas experiencias. Para romper con ese bucle, se sugería optar por mensajes constructivos, capaces de abrir horizontes más vitales.
Desde mi perspectiva, esa interpretación puede ser válida para quienes consumen de manera pasiva tales canciones —lo que coloquialmente llamamos “canciones ardidas”— y las repiten sin conciencia crítica. En esos casos, efectivamente no hay catarsis, sino un refuerzo del malestar. Sin embargo, para quienes componen y crean esas piezas considero que sí puede haber un efecto catártico genuino. Pienso, por ejemplo, en cantautoras que han convertido sus experiencias amorosas dolorosas en obras musicales que les han permitido expresarse, fortalecerse y, en algunos casos, reinventar su identidad artística y personal. Se presentan como “lobas” o “bichotas”, figuras que muestran haber transformado el sufrimiento en poder creativo. La diferencia radica en la posición: mientras que el público puede quedar atrapado en la repetición de un sentimiento que no le pertenece, la autora encuentra en el acto creativo un camino de purificación y liberación. En ese sentido, la catarsis aristotélica se manifiesta más en la producción artística que en la mera reproducción acrítica de la obra.
En suma, la posibiliad de catarsis estriba en el pensamiento crítico con que vivamos, contemplemos o escuchemos las obras artísticas. La catarsis no ocurre de manera automática: requiere de una actitud reflexiva que nos permita reconocer qué emociones están en juego, qué significados nos transmiten y qué lugar ocupan en nuestra propia vida. El pensamiento crítico, entonces, no sólo potencia la experiencia estética, sino que también garantiza que esa experiencia se convierta en auténtica liberación y aprendizaje, y no en simple repetición de emociones ajenas.

Arquetipos
El vínculo con nuestros antepasados se manifiesta no sólo a través de la memoria familiar, sino también en los llamados arquetipos. Un arquetipo puede entenderse como una imagen primordial o modelo universal que subyace en la psique humana y orienta, de manera inconsciente, nuestras formas de pensar, sentir y actuar. Carl Gustav Jung, quien popularizó este concepto en la psicología analítica, lo describía como patrones heredados de la experiencia colectiva de la humanidad,
que se repiten en mitos, símbolos y relatos a lo largo de la historia.
Más allá de la muerte corporal, en la dimensión espiritual y cultural permanecemos ligados a quienes nos antecedieron. De algún modo, podemos decir que nos habitan: en nosotros laten sus historias, sus modos de enfrentar la vida, sus luchas y hasta sus heridas no resueltas. Por ello, es frecuente que repitamos dinámicas o conductas que no siempre resultan favorables; en algunos casos se vuelven conflictivas e incluso destructivas, debido a que transmiten violencias, mentiras o patrones de maltrato que limitan el libre albedrío.
De ahí la importancia de indagar cómo fue la vida de quienes nos precedieron y cuáles fueron los vínculos que establecieron entre sí. Reconocer los arquetipos que nos han transmitido nos coloca en posición de transformar nuestra manera de relacionarnos y de vivir. La toma de consciencia profunda y reflexiva se convierte así en un acto liberador: nos permite dejar de repetir lo inconsciente para configurar deliberadamente nuestra propia existencia.
En este proceso, la filosofía resulta esencial porque nos brinda herramientas para interrogar críticamente lo que hemos heredado, para discernir entre lo que queremos conservar y lo que necesitamos superar. A través del ejercicio filosófico aprendemos a poner en cuestión las dinámicas que nos determinan, a mirar con lucidez nuestra historia y a elegir con mayor libertad cómo queremos vivir. En suma, filosofía y arquetipos se encuentran en un mismo horizonte: el de la búsqueda de sentido y la posibilidad de transformar la vida mediante la consciencia.

Aprender a pensar (2)
Aprender a pensar no es acumular información, sino ejercitar la mente para observar, cuestionar y relacionar ideas. Cuando desarrollamos esta habilidad, aprendemos también a pensar bien: con claridad, sentido crítico y creatividad, evitando caer en prejuicios o confusiones.
Ese modo de pensar se traduce en la vida diaria en algo fundamental: tomar mejores decisiones. Decisiones más conscientes, más justas y más coherentes con lo que queremos y valoramos. Pensar bien, en última
instancia, es una forma de cuidar nuestra libertad y nuestro futuro.
Lejos de ser sólo un ejercicio abstracto, la filosofía está profundamente orientada hacia la práctica. Nace de la inquietud humana, de preguntas que surgen en lo cotidiano, en lo colectivo y en lo más íntimo de nuestra existencia.
La filosofía piensa el mundo y busca transformarlo. Se propone resolver problemas reales, desde dilemas éticos en el trabajo hasta decisiones personales complejas. Desde cómo vivimos hasta cómo queremos convivir.
Las
reflexiones filosóficas no se pierden en el aire, vuelven constantemente a la realidad encarnadas en decisiones, en nuestra forma de vivir, pensar, sentir y compartir.
La filosofía es resolutiva. La filosofía es práctica. La filosofía es vida.

Aburrimiento y vida intensa
El aburrimiento es parte de la condición humana. Todos lo experimentamos, y no necesariamente es algo malo: puede vivirse de manera negativa o positiva. Desde la negatividad, se siente como un vacío existencial, una falta de sentido que deriva en sufrimiento. Si lo miramos con otra perspectiva, el aburrimiento es una oportunidad: una puerta abierta hacia la introspección, la creatividad y la autoconciencia.
Al reflexionar, las ideas ganan
profundidad, y con ello las vivencias dejan de ser rutinarias o vacías. De pronto, la vida se vuelve más intensa, más plena, más cargada de sentido.
Un ejemplo reciente: fui invitada a dar una conferencia a un grupo de doctorado en psicología, sobre feminismo y migración. Aunque no me especializo directamente en esos temas, los he trabajado desde mis investigaciones sobre el trabajo. Más allá del conocimiento académico, me di cuenta de que lo que otorgaba profundidad a mi exposición era mi propia experiencia: soy mujer y migrante. Reflexionar sobre ello me hizo consciente de que no sólo transmitía conceptos, sino también vivencias.
Ese mismo día acudí a la Bienal de Arte en Bogotá, una exposición al aire libre que, a través del arte contemporáneo, se plantea resignificar el espacio público y el patrimonio arquitectónico de la ciudad. Su finalidad es detonar la reflexión sobre cuestiones como identidad y comunidad, pero aún más especialmente cuestionar qué es la felicidad, en qué consiste ser feliz y si se puede serlo en ciudades como Bogotá.
Entre las obras, una me impactó de manera particular: una casa enorme, aparentemente hecha de unisel, suspendida en el aire con sus raíces expuestas. Se titulaba "Arrancada de raíz". Un símbolo poderoso sobre el desarraigo, la fragilidad y la identidad.
Más tarde, escuché la canción "Movimiento", de Jorge Drexler, recomendación de la persona que me invitó a la conferencia. En el video aparece la corredora rarámuri Lorena Ramírez, con quien comparto patria. La letra, la imagen, el ritmo, resonaron con todo lo vivido en ese día.
Si no tuviera esta disposición filosófica hacia la reflexión, ese día habría pasado como uno más. Probablemente lo habría sentido cansado, incluso aburrido: levantarme temprano, hablar frente a un grupo exigente, caminar mucho... Sin embargo, la filosofía me permitió tejer vínculos entre lo que vi, escuché y viví. Así, la conferencia sobre feminismo y migración, la obra de arte sobre hogar, desarraigo y felicidad, y la canción sobre movimiento y pertenencia adquirieron un sentido profundo, conmoviéndome en conjunto, en mi percepción, afección e intelección.
Por eso afirmo tajantemente: la filosofía le da sentido a la vida. La vuelve más intensa, más rica, mejor vivida.
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