Duelo y poesía: el arte de duelar
El duelo es mucho más que una reacción emocional ante la pérdida: es un proceso de adaptación, una transformación silenciosa que nos enfrenta con el vacío y nos invita a reinventar el sentido de lo que queda. No se trata solo de “superar” algo, sino de convivir con la ausencia, de aprender a darle una forma que nos permita seguir viviendo. En ese tránsito, algunas personas descubren que el arte —en cualquiera de sus manifestaciones— ofrece un cauce para elaborar aquello que las palabras cotidianas no alcanzan a decir.
Animadas por la experiencia de la pérdida y de la muerte, muchas personas crean poemas, pinturas, canciones, investigaciones o incluso vínculos terapéuticos en los que se deposita la energía del duelo. Así surge lo que podríamos llamar el “arte de duelar”: la capacidad humana de convertir el dolor en creación, de traducir la pérdida en un gesto que afirma la vida.
Un ejemplo singular de este arte lo encontramos en la obra de Jorge Luis Borges, quien, aunque no escribe sobre el duelo en un sentido convencional, lo aborda de un modo filosófico y existencial. En cuentos como “Pierre Menard, autor del Quijote” y “Borges y yo”, el escritor argentino despliega una reflexión profunda sobre la pérdida del yo, la identidad y la creación.
En “Pierre Menard, autor del Quijote”, Borges imagina a un escritor francés del siglo XX que decide reescribir, palabra por palabra, el Don Quijote de Cervantes. El resultado, paradójicamente, no es una copia sino una obra completamente nueva. El mismo texto, leído desde otro tiempo y otra conciencia, adquiere un sentido distinto. Detrás de esta ironía literaria se esconde una metáfora del duelo: no podemos revivir lo perdido, pero sí reescribirlo desde el presente, darle un nuevo significado.
Por su parte, en “Borges y yo”, el autor enfrenta a dos versiones de sí mismo: el Borges público, el escritor reconocido, y el Borges íntimo, el que camina por Buenos Aires, toma café y siente nostalgia. El texto expresa la tensión entre ambos, y la sensación de que el yo verdadero se va disolviendo en la figura del autor. También aquí el duelo aparece, aunque de forma sutil, como la pérdida de la identidad y el esfuerzo por reconciliarse con esa fragmentación.
Ambas obras muestran que el duelo no solo tiene que ver con la muerte de alguien, sino también con las pequeñas muertes que vivimos cada día: las transformaciones, los cambios de etapa, la renuncia a una versión de nosotros mismos. En ese sentido, escribir, pintar o pensar se convierten en actos de duelo; maneras de habitar la ausencia, de hacer visible lo invisible.
El arte de duelar, entonces, no busca cerrar heridas, sino mantenerlas abiertas de un modo fecundo. A través de la creación, el dolor se vuelve forma, palabra o imagen; y en esa transmutación, la pérdida deja de ser solo un vacío para convertirse en presencia, en memoria viva. Quizá por eso la poesía —esa forma concentrada del lenguaje que toca lo indecible— sigue siendo una de las expresiones más hondas del duelo: porque nos enseña que cada final puede ser también un comienzo, y que en el eco de la ausencia todavía resuena la posibilidad de la belleza.

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