domingo, 7 de diciembre de 2025

Identidad individual, un constructo cultural


A lo largo de la historia del pensamiento occidental, la noción de identidad individual ha sido presentada casi como un dato natural, una esencia íntima e inmutable que cada persona porta consigo. Sin embargo, un análisis histórico y antropológico más atento revela que esta idea está lejos de ser universal: es, ante todo, un constructo cultural que emergió en contextos muy concretos y que fue cobrando fuerza conforme las sociedades se fueron complejizando.

En muchas culturas antiguas, el “yo” no se concebía como un centro absoluto de experiencia, sino como un nudo dentro de una red de vínculos. El individuo se definía primordialmente por su pertenencia a una comunidad, ya fuera el clan, la familia extensa o el grupo ritual. La identidad era relacional: uno era “hijo de”, “miembro de”, “discípulo de”, y la continuidad de la vida personal se inscribía en esa trama compartida. La emergencia de la polis griega y más tarde del pensamiento romano introdujo distinciones jurídicas y morales que otorgaban un grado mayor de autonomía personal, aunque todavía profundamente anclada en la ciudadanía y la función social.

No será hasta la modernidad europea, especialmente a partir del Renacimiento y la Ilustración, cuando la idea de un sujeto autónomo, dotado de racionalidad propia y derechos inalienables, se consolide como pilar cultural. Filósofos como Descartes, Locke o Kant articulan imágenes del sujeto que privilegian la interioridad, la autoconciencia y la libertad individual. Estas concepciones, difundidas luego por instituciones, sistemas educativos y prácticas económicas, terminaron por naturalizar un modelo del individuo que es históricamente reciente.

En contraste, la vida comunitaria constituye una constante evolutiva en miles de especies, incluida la humana. Desde un punto de vista biológico y etológico, la cooperación grupal ha sido una estrategia de supervivencia más estable que la competencia entre individuos. Lobos, primates, abejas, aves migratorias y un largo etcétera de organismos dependen de estructuras sociales complejas para alimentarse, defenderse y reproducirse. Los seres humanos no somos la excepción: nuestra capacidad para transmitir cultura, lenguaje y tecnología depende de la interacción sostenida dentro de grupos.

Esto sugiere que lo comunitario no es simplemente un complemento opcional, sino una condición natural de existencia. La identidad, en su sentido más profundo, surge precisamente de la interacción prolongada con los demás. Las ciencias cognitivas y la antropología contemporánea subrayan que el yo se constituye —más que se descubre— mediante procesos sociales: narrativas compartidas, rituales, roles y expectativas que nos permiten ubicarnos en el mundo. Así, la identidad individual no es un núcleo aislado, sino una forma cultural específica de organizar la experiencia y otorgarle coherencia.

Reconocer el carácter construido de la individualidad no implica negarla, sino comprenderla mejor. Permite advertir que nuestras formas de ser pueden cambiar; que existen sociedades donde lo común prevalece sobre lo singular sin que ello suponga una merma de la dignidad humana; y que la vida comunitaria, lejos de contradecir la libertad personal, puede ofrecerle un marco más amplio para florecer. En última instancia, revisar la genealogía de la identidad es también una invitación a replantear cómo queremos convivir en un mundo que, paradójicamente, exige cooperación global mientras exalta la autonomía del individuo.

A modo de cierre, puede añadirse aquí una reflexión inspirada en Michel Foucault, quien analizó con particular agudeza la invención histórica del “yo” moderno. Para Foucault, la identidad individual no es un dato natural sino el resultado de una serie de dispositivos (disciplinares, jurídicos, médicos y pedagógicos) que, desde la Edad Moderna, han moldeado las formas en que las personas se conocen y se narran a sí mismas. 

El sujeto autónomo y transparente no existiría antes de estas tecnologías del poder y del saber; aparece, más bien, como efecto de prácticas que clasifican, normalizan y producen modos de subjetivación. Desde esta perspectiva, afirmar que la identidad individual es un constructo cultural no es una metáfora ni un relativismo, sino el reconocimiento de que el “yo” moderno es una configuración histórica contingente, ligada a instituciones concretas y, por ello, siempre susceptible de transformarse.



Infancia y Filosofía - Filosofía para niños

 


Infancia: una construcción que nos impide ver a los niños como pensadores

En nuestra época damos por sentado que los niños “no entienden lo que escuchan”, que no observan con atención, que no son capaces de deducir o de formular preguntas profundas. Suponemos que su mirada es limitada, ingenua, todavía incapaz de interpelar al mundo. Repetimos, casi sin pensarlo, que “todavía no están preparados” para el pensamiento complejo y crítico; que la capacidad de analizar y cuestionar es un privilegio reservado a la madurez. Esa idea, sin embargo, no es natural ni evidente. Es una construcción cultural reciente.

Antes de la infancia: los niños como pequeños adultos

Durante siglos, y hasta hace relativamente poco, la infancia no existía como la conocemos hoy. En muchas sociedades europeas medievales y premodernas, los hoy llamados “niños” eran vistos simplemente como adultos pequeños. No se reconocía una etapa diferenciada del desarrollo humano ni un reconocimiento de necesidades específicas. Esto explica por qué eran incorporados rápidamente al mundo laboral, por qué su participación en tareas domésticas o productivas era inmediata, por qué compartían los mismos espacios de sociabilidad que los mayores y por qué la educación escolar no se concebía como un derecho ni como una necesidad universal.

La idea de que los niños poseen un mundo mental propio, específico, diferenciado, no formaba parte del imaginario social. No se asumía que hubiera algo por “moldear”: la vida misma se encargaba de formar.

¿Dónde y cómo surgió la noción moderna de infancia?

El origen de la noción moderna de infancia está estrechamente vinculado a Europa occidental, especialmente Francia e Inglaterra, entre los siglos XVII y XIX. Uno de los estudios más influyentes sobre este proceso proviene del historiador francés Philippe Ariès, quien, en su obra El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen (1960), mostró que la infancia tal como la entendemos hoy es una construcción histórica.

Philippe Ariès (1914-1984)

El aporte de Ariès

Ariès analizó pinturas, diarios, crónicas y registros familiares desde la Edad Media hasta la modernidad temprana. Su hallazgo fue contundente:

  • Antes del siglo XVII, los niños eran representados como adultos en miniatura, con ropajes y gestos adultos.
  • No existía un “sentimiento de infancia”: no se consideraba que los niños tuvieran necesidades emocionales, sociales o educativas especiales.
  • La familia y la escuela no estaban organizadas en torno a proteger, formar o moldear la niñez.

La infancia como etapa separada comenzó a surgir entre los siglos XVII y XVIII, cuando varios factores se articularon:

1. La reorganización de la familia burguesa

Aparece la idea de una familia nuclear más íntima, preocupada por el hogar, la moral y las emociones. En este contexto, el niño empieza a ser visto como alguien que debe ser cuidado, guiado y “formado”.

2. El surgimiento de la escuela moderna

La escolarización obligatoria y disciplinaria se expandió entre los siglos XVIII y XIX. La escuela se convirtió en una institución clave para separar a los niños del mundo adulto y para regular su conducta y su pensamiento.

3. La emergencia del discurso pedagógico

Autoras y autores como Rousseau, Pestalozzi y posteriormente los pedagogos del siglo XIX insistieron en que la infancia tenía características propias y debía constituirse en objeto de un cuidado especializado. Rousseau, en particular, defendió que el niño debía pasar por un desarrollo guiado, gradual y separado del mundo adulto.

4. El fortalecimiento del Estado moderno

Las naciones europeas empezaron a ver en la escuela un mecanismo para moldear ciudadanos, transmitir valores homogéneos y estandarizar comportamientos.

De esta combinación de fuerzas –familia moderna, escuela disciplinaria, pedagogía especializada y Estado-nación– emergió la noción de infancia.

La infancia como un proyecto de moldeamiento

Desde entonces, la educación moderna asumió como tarea formar al niño: moldear su carácter, homogenizar sus comportamientos, estandarizar su aprendizaje. Se creó la idea de que la infancia es una etapa incompleta, deficitaria, necesitada de intervención constante y externa. Este modelo, aunque ha tenido beneficios, ha producido una consecuencia persistente: subestimamos a los niños.

No reconocemos su capacidad para observar, deducir, hacerse preguntas que incomodan e incluso desestabilizan nuestras certezas adultas. No reconocemos, como tal vez sí hacían sociedades antiguas, que el pensamiento profundo no es propiedad exclusiva de la madurez.

Hacia una educación que haga florecer el pensamiento filosófico

Si la infancia es una construcción histórica, también puede ser transformada. Podemos abandonar la idea de que educar es moldear, normalizar o ajustar a un patrón, para adoptar una práctica educativa que acompañe y no discipline, que escuche y no silencie, que cultive en lugar de controlar.

Eso requiere reconocer en el niño:

  • una capacidad temprana de observación fina
  • una sensibilidad analítica poderosa
  • una habilidad para deducir relaciones que los adultos ya no vemos
  • una disposición al asombro que es, quizá, la forma más pura de filosofía

Una educación verdaderamente humanizante no suprime estas capacidades: las hace florecer. Porque los niños sí entienden lo que escuchan, sí observan, sí deducen y sí preguntan con radicalidad. Es nuestra tarea abrirles los espacios donde su pensamiento crítico –su pensamiento filosófico– pueda desplegarse sin miedo, sin molde, sin estándar.


En resumen, fue sólo con la consolidación de los Estados modernos, la institucionalización de la escuela y el surgimiento de nuevas formas de organización social que apareció la idea de infancia como una etapa separada, frágil y maleable. La infancia es, en buena medida, una construcción cultural, una respuesta histórica a la necesidad de regular, homogeneizar y estandarizar a los futuros ciudadanos. Desde esta perspectiva, la educación se concibe como un dispositivo de moldeamiento: clasifica, delimita, controla ritmos y comportamientos; distribuye saberes y silencios; organiza lo que se debe aprender y, sobre todo, cómo aprenderlo.

 

Esta mirada ha tenido un efecto secundario que persiste en nuestra época: subestimamos a los niños. Nos cuesta otorgarles agencia, reconocer su potencia reflexiva, aceptar que su observación del mundo es aguda y que sus preguntas –a veces desordenadas, a veces incómodas– cuestionan con precisión quirúrgica las certezas que a los adultos nos sostienen.


¿Y si la infancia no fuera una etapa de incapacidad sino un momento privilegiado para el pensamiento filosófico? ¿Y si la educación no estuviera llamada a “formar” sino a hacer florecer lo que ya está en potencia?

 

Si abandonamos la idea de que educar es moldear, homogeneizar y estandarizar, podemos mirar al infante desde otro horizonte: como un ser pleno de capacidades, capaz de observar matices que los adultos pasamos por alto; capaz de analizar relaciones que hemos dejado de ver por costumbre; capaz de deducir, de imaginar y de preguntar sin el miedo que nuestra socialización ha instalado en nosotros.

 

La tarea educativa, desde una perspectiva filosófica, no consiste en suprimir esas capacidades en nombre de un ideal de normalización, sino en cultivarlas. Se trata de acompañar preguntas, de abrir espacios para el asombro, de validar las hipótesis que los niños elaboran y de reconocer su derecho a interpelar el mundo. En una educación así, la escuela deja de ser un molde y se convierte en un jardín donde cada forma de pensamiento puede crecer con su propia luz.

 

Lo que a veces falta no es capacidad en los niños, sino una práctica educativa que los reconozca como interlocutores filosóficos de pleno derecho. Una práctica que no busque ajustar su pensamiento a un patrón, sino que permita que su mirada –tan propia, tan viva, tan crítica– pueda florecer.

 


sábado, 6 de diciembre de 2025

Iconósfera - Cine - Filosofía

 

Iconósfera – Cine – Filosofía




Gilbert Cohen-Séat, uno de los fundadores de la filmología en los años 40-50, propuso entender el cine no sólo como arte o entretenimiento, sino como un fenómeno psicológico y social con efectos específicos. En este contexto, formuló la noción de iconósfera. 

¿Qué es la iconósfera? 

La iconósfera es un entorno simbólico e imaginario constituido por imágenes que envuelve al individuo en la vida moderna. No se limita a las imágenes cinematográficas: incluye publicidad, prensa, fotografía, televisión, diseño urbano, escaparates, etc. Podría decirse que es la “atmósfera de imágenes” en que vivimos.

Rasgos centrales del concepto iconósfera 

1. Saturación visual

Vivimos inmersos en un flujo continuo de imágenes que moldean nuestra percepción y expectativas.

2. Poder formativo y persuasivo

La iconósfera no sólo muestra, configura modos de ver, sentir y pensar. Tiene efectos sobre la afectividad y la opinión.

3. Primacía de la imagen sobre el discurso

En la cultura contemporánea, aumenta el peso cognitivo y emocional de lo visual respecto a lo escrito o argumentativo.

4. El cine como núcleo de la iconósfera 

Para Cohen-Séat, el cine es la forma más desarrollada de las imágenes modernas porque combina movimiento, narrativa, emoción, masa de espectadores y ritual social. No agota la iconósfera, pero la organiza y la potencia. 

En suma al respecto, Cohen-Séat observa que la experiencia moderna está mediada visualmente, y que el cine es un instrumento privilegiado de esa mediación. 

Conexión de la iconósfera con la filmosofía (cine y filosofía) 

La filmosofía parte de una idea fuerte: El cine no solamente expresa ideas previamente formuladas, sino que piensa por medios propios.

Autores como Stanley Cavell, Gilles Deleuze y más recientemente Tomas Dvorak o Daniel Frampton, hablan del cine como agente cognitivo: un modo particular de indagar el mundo, producir conceptos y explorar problemas filosóficos. 

¿Cómo se relaciona esto con la iconósfera? La conexión se puede plantear en tres niveles:

1- El cine como centro filosófico de la iconósfera 

Si la iconósfera es la atmósfera de imágenes que configura nuestra percepción, y el cine es su forma más compleja, entonces: 

El cine opera como un laboratorio perceptivo donde se elaboran los modos de ver que impregnan luego toda la iconósfera.

En términos filmosóficos, el cine piensa configurando visualmente nuestro modo de pensar.

En otras palabras, la iconósfera proporciona el medio vital, y el cine funciona como su neurona cognitiva. 

2- La iconósfera como condición de posibilidad de la filmosofía 

La idea de “cine que piensa” es posible únicamente en una cultura donde: 

La imagen está naturalizada como forma de conocimiento.

La percepción se vuelve un acto reflexivo mediado por tecnologías visuales.

El cine puede convertirse en un agente conceptual porque la sociedad ya vive en un espacio regulado por imágenes.

Sin iconósfera, la filmosofía no podría sostener su tesis fuerte: que el pensamiento no es exclusivo del discurso verbal. 

3- El pensamiento cinematográfico como intervención crítica de la iconósfera

Si la iconósfera tiende a uniformar imaginarios (por su dimensión masiva y publicitaria), el cine filosófico puede: 

Interrumpir la automatización de la mirada.

Extrañar la percepción.

Producir conceptos visuales que cuestionan los marcos dominantes de la iconósfera.

Ejemplos paradigmáticos de lo anterior: 

Gilles Deleuze afirmaba que el cine moderno genera cristales de tiempo, es decir, imágenes que reconfiguran la temporalidad vivida. 

Jean Luc Godard pretendía montar imágenes para pensar contra la iconósfera comercial. 

Andréi Tarkovski, Abbas Kiarostami y David Lynch han creado fenómenos perceptivos nuevos que actúan como reflexión viviente sobre la experiencia.

La filmosofía ve entonces al cine como una máquina de pensar dentro de la iconósfera, capaz tanto de reforzar como de subvertir sus estructuras.

En síntesis, Cohen-Séat sostiene que la iconósfera es el ecosistema visual que forma al sujeto moderno. En la filmosofía, el cine es un sujeto de pensamiento que opera mediante imágenes. 

La articulación entre iconósfera y cine se manifiesta en tres líneas: 

La iconósfera es el medio; el cine es el pensamiento que emerge en ese medio.

El cine piensa porque habitamos un mundo ya pensado por imágenes. 

La filosofía del cine es en última instancia, una filosofía de la iconósfera. 

 

viernes, 5 de diciembre de 2025

Fil(m)osofía: Liar Liar

 

Liar Liar y la cuestión filosófica de la verdad: una filmosofía




La película Liar Liar (1997), dirigida por Tom Shadyac y protagonizada por Jim Carrey en el papel de Fletcher Reede, ha sido habitualmente considerada una comedia ligera sobre un abogado incapaz de mentir durante veinticuatro horas debido al deseo de cumpleaños de su hijo. Sin embargo, detrás de su superficie humorística es posible identificar una rica problemática filosófica: la relación entre verdad, mentira, ética y autoconocimiento. El presente texto, siguiendo el espíritu de la “filmosofía”, propone una lectura conceptual del film para iluminar debates clásicos de la tradición filosófica.

1. De los sofistas al abogado: la mentira como estrategia de persuasión

En primer lugar, la película nos permite establecer un puente con la antigua acusación dirigida contra los sofistas griegos. En la Atenas clásica, los sofistas eran maestros de la retórica que enseñaban el arte de persuadir, frecuentemente sin atender al criterio de verdad. Su objetivo consistía en lograr que un argumento resultara convincente, incluso si ello implicaba tergiversar los hechos. De este modo, se les consideró “embaucadores” o “mentirosos” en un sentido filosófico: no porque necesariamente falsearan datos, sino porque su horizonte último no era el conocimiento verdadero, sino la eficacia persuasiva.

En contraste, para Sócrates, Platón y buena parte de la tradición filosófica, la tarea del pensamiento consiste en aproximarse a la verdad: un objetivo que requiere examinar los argumentos, depurar prejuicios y buscar razones válidas más allá de la conveniencia o la utilidad inmediata. Mientras el sofista persuade, el filósofo indaga; mientras el primero busca ganar, el segundo busca comprender.

En la escena del juicio, Liar Liar ofrece un matiz interesante: Fletcher, obligado a decir la verdad, descubre que puede “ganar” también siendo honesto. El film sugiere que la verdad no sólo es un imperativo moral, sino una herramienta eficaz cuando se la reconoce y utiliza con rigor.

2. Kant, Bentham y la justificación de la mentira

En otra escena significativa, el protagonista intenta justificarse: hay ciertas circunstancias —parece sugerir— en las que mentir no sólo es comprensible, sino quizá necesario. Esta idea abre un segundo eje de reflexión: el célebre debate entre Immanuel Kant y Jeremy Bentham sobre la legitimidad moral de la mentira.

Kant, filósofo ilustrado del siglo XVIII, defendió que mentir es siempre moralmente incorrecto, incluso cuando la mentira parece orientada a un bien. Para Kant, el deber de veracidad deriva del carácter racional del ser humano: mentir destruye la posibilidad misma de comunicación moral y convierte al otro en un medio y no en un fin.

Bentham, utilitarista inglés, sostuvo lo contrario: el valor moral de una acción depende de sus consecuencias. Si una mentira genera más bienestar que daño —por ejemplo, para proteger a una persona inocente—, entonces puede considerarse moralmente justificada. Desde esta perspectiva, la mentira no es intrínsecamente mala; lo relevante es el balance de efectos.

La tensión entre estas dos posiciones —el rigor deontológico kantiano y el pragmatismo utilitarista de Bentham— resuena de forma cómica pero significativa en la lucha interna de Fletcher por justificar sus engaños habituales.


3. La verdad como irreverencia: reír de uno mismo

Un rasgo llamativo del film es que presenta la verdad no sólo como obligación ética, sino como fuerza irreverente. En la escena en que Fletcher, forzado a decir exactamente lo que piensa, expresa sin filtros sus opiniones sobre cada uno de los directivos del bufete, la película revela que la verdad puede tener un efecto cómico y liberador: al desnudar pretensiones y máscaras, nos permite reír de nosotros mismos. Esa risa no es burla, sino reconocimiento; es el momento en que vemos nuestra propia imagen sin artificios.

4. Verdad y luz: un eco religioso

Este vínculo entre verdad y revelación conecta con un motivo profundamente arraigado en la tradición religiosa: la verdad como luz que disipa las tinieblas de la mentira. El film alude indirectamente a una frase bíblica célebre: “La verdad os hará libres”, sentencia que aparece en el Evangelio de Juan (Jn 8, 32). En este pasaje, Jesús explica que la verdad tiene una fuerza liberadora porque permite que el individuo se reconozca a sí mismo y rompa con aquello que lo oprime. La mentira, por el contrario, opera como oscuridad: confunde, oculta, distorsiona y encadena.

5. Opinión y verdad: una distinción necesaria

Finalmente, la película también invita a reflexionar sobre la diferencia entre opinión y verdad. La opinión (dóxa, en la tradición griega) es una creencia subjetiva, influida por experiencias personales, emociones o contextos culturales. Puede ser razonable, pero no necesariamente fundada en hechos o argumentos verificables. La verdad, en cambio, aspira a un valor universal: se sostiene en razones, evidencia o coherencia lógica que la hacen válida más allá de quien la enuncia. Confundir opinión y verdad conduce a errores frecuentes, especialmente en sociedades saturadas de información y discursos persuasivos.


En suma, Liar Liar demuestra que incluso una comedia puede funcionar como catalizador de preguntas filosóficas esenciales. Desde la retórica sofística hasta los debates éticos modernos, desde la irreverencia humorística de la sinceridad hasta la visión religiosa de la verdad como luz, la película nos recuerda que pensar la verdad es pensar nuestra propia condición humana.



martes, 25 de noviembre de 2025

Apex predator y sobrepoblación, intentando comprender la guerra o buscando la paz

 

¿Es la guerra un accidente histórico o 

un producto de nuestra inteligencia armada?

 

Probablemente la guerra sea menos un accidente histórico que el resultado lógico de convertir la inteligencia en arma. No somos apex predators por biología –como un tigre o un tiburón–, sino por construcción cultural: hemos hecho de la astucia, la técnica y la organización nuestro modo de situarnos en la cúspide de la cadena trófica. Sin embargo, este privilegio tiene un reverso inquietante: al no tener un depredador natural que nos limite, somos nosotros mismos quienes hemos asumido ese rol unos contra otros.

 La guerra como producto de la condición del superdepredador humano

Desde una perspectiva biológica, la guerra aparece como una consecuencia de nuestra posición ecológica singular. Un animal que ocupa la cúspide la pirámide evolutiva suele encontrarse con un límite natural en su expansión –otro depredador, la escasez de recursos, un nicho concreto–. El ser humano, en cambio, liberado de esos frenos biológicos gracias a la técnica, ha convertido a sus semejantes en su límite principal.

Thomas Hobbes (Reino Unido, 1588-1679) lo formuló con una claridad difícil de mejorar: homo homini lupus, “el hombre es el lobo del hombre”. No se trata de una metáfora de maldad innata, sino de vulnerabilidad recíproca: cuando nada externo detiene nuestras pasiones, cada cual percibe al otro como una amenaza potencial. Si la inteligencia amplifica nuestras capacidades ofensivas, la guerra puede emerger como la versión colectiva de este estado de naturaleza hobbesiano, una especie de “superdepredación” organizada.

Bajo esta lectura, la guerra no es un fallo moral aislado, sino un mecanismo que surge cuando grupos humanos compiten por territorio, recursos o poder con las herramientas culturales que nos han permitido dominar el entorno. La paradoja es amarga: el mismo ingenio que nos hizo especie dominante puede también hacernos presas los unos de los otros.

La guerra como control cultural de la sobrepoblación

En una segunda línea, esta vez cultural y vinculada con los análisis del politólogo Giovanni Sartori (Italia, 1924-2017), quien advirtió que el crecimiento demográfico descontrolado genera tensiones que las sociedades no siempre saben gestionar pacíficamente. La presión sobre los recursos, la desigualdad creciente y la incapacidad de responder a las demandas de millones de vidas nuevas crean un entorno donde los conflictos se vuelven más probables. No porque la fuera “solucione” la sobrepoblación –idea brutal y errónea–, sino porque en determinadas condiciones sociales la tensión demográfica actúa como combustible para las disputas políticas, económicas o culturales.

Siguiendo esta perspectiva, la guerra puede interpretarse como un síntoma de sistemas incapaces de equilibrar crecimiento, recursos y cohesión. Lo relevante aquí no es ver la guerra como un mecanismo deliberado de control, sino como una consecuencia indeseada de un ecosistema humano desbordado por su propio ético reproductivo. Sartori alerta de que, cuando el número supera la capacidad de sostenerlo, la violencia encuentra terreno fértil, igual que un bosque seco facilita los incendios.

Aclaración: explicar no es justificar

Es fundamental subrayar que ninguna de esas líneas o perspectivas, biológica y cultural, pretender justificar la guerra. Explicar su lógica evolutiva o sus condiciones demográficas no implica aceptarla como inevitable ni moralmente válida. La filosofía, al interrogar los fenómenos humanos, intenta darles un marco racional sin convertirlos por ello en normas.

La guerra sigue siendo, en última instancia, un fenómeno irracional, destructivo y éticamente inaceptable. No obstante, comprender por qué surge –ya sea como efecto de nuestra condición de superdepredadores culturales o como producto de tensiones poblacionales mal gestionadas– nos ayuda a imaginar formas de limitarla. Si la inteligencia nos llevó a convertirnos en arma, también puede llevarnos a desarmarla.







 

Apex predator - Depredadores ápice o Superdepredadores

 



A veces las películas llegan sin pretensiones ni recomendaciones: sólo buscamos distraernos, hacer una pausa mental, ver “algo ligero”. Así me encontré con Chronicle (2012), una cinta que parece un experimento adolescente más: tres chicos descubren una especie de objeto subterráneo, entran en contacto con él y adquieren poderes telequinéticos. Lo que inicia como bromas, curiosidad y euforia termina transformándose en un relato oscuro sobre vulnerabilidad, explosión de ira contenida y violencia extrema. Uno de los personajes, Andrew, es particularmente sensible, retraído, lector constante; en una escena menciona a Schopenhauer, como si intuyera que el mundo es voluntad ciega, lucha inevitable, sufrimiento que se reproduce. Su interés por la filosofía no es anecdótico: es señal del conflicto interior que sostiene toda la historia.

 

En esa misma película aparece un concepto clave: apex predator. En biología, un depredador es un organismo que caza a otros para alimentarse y sobrevivir. En la parte más alta de esa cadena se ubica el apex predator: la especie que no tiene depredadores naturales, la cúspide del ecosistema. La teoría ecológica sostiene que cuando un depredador así domina un sistema sin restricciones, su comportamiento y sus efectos sobre el entorno tienden a ser expansivos, desequilibrantes, incluso destructivos.

 

Esa idea me impacto. Pensé en el ser humano y en algo casi obvio, aunque pocas veces asumido con sus consecuencias: no tenemos depredadores naturales. Sin embargo, no nacimos como apex predators en el sentido tradicional; no somos los más fuertes, ni los más veloces, ni los dotados con garras, colmillos o veneno. Nuestra supremacía no proviene del cuerpo, de la fuerza física, sino de la razón, y de lo que ésta ha hecho posible: ciencia, tecnología, organización social, innovación bélica. Quizá, entonces, la guerra sea menos un accidente histórico que el resultado lógico de convertir la inteligencia en arma: no somos apex por biología, sino por construcción cultural.

 

La cuestión es que ese “rango”, lejos de dignificarnos, ha traído consecuencias negativas: devastación ambiental, colapso de ecosistemas, explotación indiscriminada de recursos, desigualdad extrema, violencia sistemática. Somos la única especie capaz de alterar el clima del planeta y, a la vez, la única que puede justificarlo moralmente. Hemos llevado nuestra depredación al límite: ya no sólo destruimos lo que nos rodea, sino nuestras condiciones mismas de existencia.

 

¿Por qué? Tal vez porque la razón se ha vuelto cálculo, herramienta, maquinaria productiva, pero no pensamiento crítico. Carecemos de filosofía entendida como ejercicio reflexivo que cuestiona fines, valores, consecuencias. No hemos acompañado el desarrollo tecnológico con un desarrollo ético equivalente. Sabemos cómo hacer, pero no siempre por qué, para qué o a costa de quién. Falta análisis, autoconciencia, responsabilidad, imaginación moral.

 

La propuesta –si es que aún estamos a tiempo– no es renunciar a lo que somos, sino transformar nuestra posición en la cadena. Dejar de aspirar a ser depredadores para convertirnos en guardianes; pasar de conquistadores a cuidadores conscientes. Reconocer que la vida no es pirámide, sino red; que la fuerza, el poder no está en dominar, sino en sostener la armonía; que la existencia humana sólo tiene sentido dentro de la existencia compartida.

 

Quizá lo verdaderamente filosófico de Chronicle no sea el personaje que menciona a Schopenhauer, sino la pregunta silenciosa que la película deja flotando: ¿qué haríamos si pudiéramos hacer cualquier cosa? Ahí comienza la ética, y tal vez también nuestra oportunidad de alcanzar un genuino progreso.







viernes, 21 de noviembre de 2025

La vigencia del mito: por qué Frankenstein sigue interrogándonos (Parte 4 de 4)

 

La vigencia del mito: por qué Frankenstein sigue interrogándonos

(Parte 4 de 4)

 



Con esta cuarta entrega concluyo la serie dedicada a Frankenstein o el moderno Prometeo. Después de revisar el origen de la obra, su dimensión simbólica y su significado en la cultura contemporánea, toca pensar por qué este mito, nacido hace más de dos siglos, sigue siendo una herramienta crítica para comprender nuestro presente.

Frankenstein ha sobrevivido a cambios estéticos, políticos, tecnológicos y culturales porque no propone una respuesta, sino una pregunta abierta: ¿qué responsabilidad tiene el ser humano frente a aquello que crea?

En una época en la que proliferan innovaciones científicas y técnicas sin precedentes, esta pregunta no pierde fuerza; al contrario, se vuelve más urgente. El mito de Mary Shelley continúa interpelándonos porque logra articular, en un relato fantástico, inquietudes que no dejan de reaparecer.


Una obra que revela nuestros miedos más profundos

La permanencia de Frankenstein se explica, en parte, porque refleja los miedos propios de cada época. En el siglo XIX sirvió para cuestionar el optimismo ilustrado y el impulso transformador de la Revolución Industrial. En el siglo XX se convirtió en advertencia contra la tecnociencia descontrolada y la manipulación de la vida. En el siglo XXI funciona como metáfora de nuestros temores frente a la inteligencia artificial, la ingeniería genética, la biopolítica y la complejidad de los sistemas sociales y políticos.

Cada generación encuentra en esta obra un espejo incómodo. El monstruo no es solamente la criatura: el monstruo somos nosotros, en aquello que hacemos, omitimos, manipulamos o abandonamos.


La criatura como símbolo de la vulnerabilidad humana

Una de las aportaciones más lúcidas de Mary Shelley es haber construido un mito que nos obliga a considerar la vulnerabilidad del ser creado. La criatura, especialmente en la lectura original de la novela, representa lo que ocurre cuando una vida —humana, tecnológica o política— nace sin cuidado, sin educación ética, sin acompañamiento.

De ahí que la novela no solo critique a Víctor Frankenstein como científico irresponsable, sino que nos recuerda algo esencial: no basta crear; es necesario sostener, educar, orientar, cuidar.

Cuando la criatura es abandonada, la tragedia se vuelve inevitable. Esta lógica sigue vigente en nuestras prácticas actuales: tecnologías sin regulación, avances sin reflexión, decisiones políticas sin visión de largo plazo, innovaciones que se despliegan sin considerar sus consecuencias sociales o ambientales.

 

El mito como crítica al poder y al orden patriarcal

Otro elemento que explica la vigencia del mito es su capacidad para criticar estructuras de poder. Frankenstein cuestiona las jerarquías del saber ilustrado, interpela al modelo patriarcal que deposita el dominio del conocimiento en manos de una élite masculina y muestra cómo las prácticas científicas pueden reproducir formas de violencia.

Mary Shelley, sin declararlo explícitamente, inaugura una tradición de pensamiento crítico que el feminismo posterior profundizará: la ciencia sin conciencia es también una forma de poder sin ética.


La recreación del mito de Prometeo

Finalmente, la permanencia de Frankenstein se debe a su reescritura del mito prometeico: la historia del ser humano que roba el fuego —el conocimiento, la técnica, el poder de crear— para superar sus límites. La novela de Shelley no condena la curiosidad humana, pero sí nos advierte de sus excesos: cuando el deseo de dominio sustituye al deseo de comprensión, el fuego prometeico deja de iluminar y comienza a quemar.

La autora logra así actualizar una pregunta ancestral: ¿qué sucede cuando el ser humano se erige en creador sin aceptar la responsabilidad moral que implica crear?


Frankenstein hoy: un mito para seguir pensando

La vigencia del mito no está en su monstruo, sino en su potencia interpretativa. En su capacidad para seguir generando preguntas filosóficas, éticas y políticas. En su posibilidad de alertarnos sobre el abuso de los poderes humanos y sobre la fragilidad de nuestros futuros.

Por eso, más que un relato gótico o una novela fundacional de la ciencia ficción, Frankenstein es un mito moderno: un pensamiento indagatorio que utiliza la ficción para hacernos reflexionar sobre aquello que aún no comprendemos del todo.

Mary Shelley no creó simplemente un monstruo; creó una herramienta crítica para examinar los dilemas de nuestra época.

Tal vez por eso, después de más de dos siglos, Frankenstein sigue vivo. Sigue creciendo. Sigue hablándonos. Sigue recordándonos que toda creación necesita un creador responsable.