domingo, 7 de diciembre de 2025

Infancia y Filosofía - Filosofía para niños

 


Infancia: una construcción que nos impide ver a los niños como pensadores

En nuestra época damos por sentado que los niños “no entienden lo que escuchan”, que no observan con atención, que no son capaces de deducir o de formular preguntas profundas. Suponemos que su mirada es limitada, ingenua, todavía incapaz de interpelar al mundo. Repetimos, casi sin pensarlo, que “todavía no están preparados” para el pensamiento complejo y crítico; que la capacidad de analizar y cuestionar es un privilegio reservado a la madurez. Esa idea, sin embargo, no es natural ni evidente. Es una construcción cultural reciente.

Antes de la infancia: los niños como pequeños adultos

Durante siglos, y hasta hace relativamente poco, la infancia no existía como la conocemos hoy. En muchas sociedades europeas medievales y premodernas, los hoy llamados “niños” eran vistos simplemente como adultos pequeños. No se reconocía una etapa diferenciada del desarrollo humano ni un reconocimiento de necesidades específicas. Esto explica por qué eran incorporados rápidamente al mundo laboral, por qué su participación en tareas domésticas o productivas era inmediata, por qué compartían los mismos espacios de sociabilidad que los mayores y por qué la educación escolar no se concebía como un derecho ni como una necesidad universal.

La idea de que los niños poseen un mundo mental propio, específico, diferenciado, no formaba parte del imaginario social. No se asumía que hubiera algo por “moldear”: la vida misma se encargaba de formar.

¿Dónde y cómo surgió la noción moderna de infancia?

El origen de la noción moderna de infancia está estrechamente vinculado a Europa occidental, especialmente Francia e Inglaterra, entre los siglos XVII y XIX. Uno de los estudios más influyentes sobre este proceso proviene del historiador francés Philippe Ariès, quien, en su obra El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen (1960), mostró que la infancia tal como la entendemos hoy es una construcción histórica.

Philippe Ariès (1914-1984)

El aporte de Ariès

Ariès analizó pinturas, diarios, crónicas y registros familiares desde la Edad Media hasta la modernidad temprana. Su hallazgo fue contundente:

  • Antes del siglo XVII, los niños eran representados como adultos en miniatura, con ropajes y gestos adultos.
  • No existía un “sentimiento de infancia”: no se consideraba que los niños tuvieran necesidades emocionales, sociales o educativas especiales.
  • La familia y la escuela no estaban organizadas en torno a proteger, formar o moldear la niñez.

La infancia como etapa separada comenzó a surgir entre los siglos XVII y XVIII, cuando varios factores se articularon:

1. La reorganización de la familia burguesa

Aparece la idea de una familia nuclear más íntima, preocupada por el hogar, la moral y las emociones. En este contexto, el niño empieza a ser visto como alguien que debe ser cuidado, guiado y “formado”.

2. El surgimiento de la escuela moderna

La escolarización obligatoria y disciplinaria se expandió entre los siglos XVIII y XIX. La escuela se convirtió en una institución clave para separar a los niños del mundo adulto y para regular su conducta y su pensamiento.

3. La emergencia del discurso pedagógico

Autoras y autores como Rousseau, Pestalozzi y posteriormente los pedagogos del siglo XIX insistieron en que la infancia tenía características propias y debía constituirse en objeto de un cuidado especializado. Rousseau, en particular, defendió que el niño debía pasar por un desarrollo guiado, gradual y separado del mundo adulto.

4. El fortalecimiento del Estado moderno

Las naciones europeas empezaron a ver en la escuela un mecanismo para moldear ciudadanos, transmitir valores homogéneos y estandarizar comportamientos.

De esta combinación de fuerzas –familia moderna, escuela disciplinaria, pedagogía especializada y Estado-nación– emergió la noción de infancia.

La infancia como un proyecto de moldeamiento

Desde entonces, la educación moderna asumió como tarea formar al niño: moldear su carácter, homogenizar sus comportamientos, estandarizar su aprendizaje. Se creó la idea de que la infancia es una etapa incompleta, deficitaria, necesitada de intervención constante y externa. Este modelo, aunque ha tenido beneficios, ha producido una consecuencia persistente: subestimamos a los niños.

No reconocemos su capacidad para observar, deducir, hacerse preguntas que incomodan e incluso desestabilizan nuestras certezas adultas. No reconocemos, como tal vez sí hacían sociedades antiguas, que el pensamiento profundo no es propiedad exclusiva de la madurez.

Hacia una educación que haga florecer el pensamiento filosófico

Si la infancia es una construcción histórica, también puede ser transformada. Podemos abandonar la idea de que educar es moldear, normalizar o ajustar a un patrón, para adoptar una práctica educativa que acompañe y no discipline, que escuche y no silencie, que cultive en lugar de controlar.

Eso requiere reconocer en el niño:

  • una capacidad temprana de observación fina
  • una sensibilidad analítica poderosa
  • una habilidad para deducir relaciones que los adultos ya no vemos
  • una disposición al asombro que es, quizá, la forma más pura de filosofía

Una educación verdaderamente humanizante no suprime estas capacidades: las hace florecer. Porque los niños sí entienden lo que escuchan, sí observan, sí deducen y sí preguntan con radicalidad. Es nuestra tarea abrirles los espacios donde su pensamiento crítico –su pensamiento filosófico– pueda desplegarse sin miedo, sin molde, sin estándar.


En resumen, fue sólo con la consolidación de los Estados modernos, la institucionalización de la escuela y el surgimiento de nuevas formas de organización social que apareció la idea de infancia como una etapa separada, frágil y maleable. La infancia es, en buena medida, una construcción cultural, una respuesta histórica a la necesidad de regular, homogeneizar y estandarizar a los futuros ciudadanos. Desde esta perspectiva, la educación se concibe como un dispositivo de moldeamiento: clasifica, delimita, controla ritmos y comportamientos; distribuye saberes y silencios; organiza lo que se debe aprender y, sobre todo, cómo aprenderlo.

 

Esta mirada ha tenido un efecto secundario que persiste en nuestra época: subestimamos a los niños. Nos cuesta otorgarles agencia, reconocer su potencia reflexiva, aceptar que su observación del mundo es aguda y que sus preguntas –a veces desordenadas, a veces incómodas– cuestionan con precisión quirúrgica las certezas que a los adultos nos sostienen.


¿Y si la infancia no fuera una etapa de incapacidad sino un momento privilegiado para el pensamiento filosófico? ¿Y si la educación no estuviera llamada a “formar” sino a hacer florecer lo que ya está en potencia?

 

Si abandonamos la idea de que educar es moldear, homogeneizar y estandarizar, podemos mirar al infante desde otro horizonte: como un ser pleno de capacidades, capaz de observar matices que los adultos pasamos por alto; capaz de analizar relaciones que hemos dejado de ver por costumbre; capaz de deducir, de imaginar y de preguntar sin el miedo que nuestra socialización ha instalado en nosotros.

 

La tarea educativa, desde una perspectiva filosófica, no consiste en suprimir esas capacidades en nombre de un ideal de normalización, sino en cultivarlas. Se trata de acompañar preguntas, de abrir espacios para el asombro, de validar las hipótesis que los niños elaboran y de reconocer su derecho a interpelar el mundo. En una educación así, la escuela deja de ser un molde y se convierte en un jardín donde cada forma de pensamiento puede crecer con su propia luz.

 

Lo que a veces falta no es capacidad en los niños, sino una práctica educativa que los reconozca como interlocutores filosóficos de pleno derecho. Una práctica que no busque ajustar su pensamiento a un patrón, sino que permita que su mirada –tan propia, tan viva, tan crítica– pueda florecer.

 


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