jueves, 2 de enero de 2025

Un viaje ancestral entre acentos y palabras


Un viaje ancestral entre acentos y palabras


Había una vez una mujer que decidió cambiar su vida por amor. Emprendió el viaje hacia un nuevo país, dejando atrás paisajes y calles familiares, decidida a seguir el latido de su corazón. Sin embargo, como sucede en toda migración, el cambio no trajo solo felicidad; también trajo aprendizajes y desvelos, encantos y desencantos. Aunque el país que la recibía compartía el español como idioma, la protagonista pronto descubrió que el lenguaje no era tan común como ella había supuesto. Las palabras, aunque en teoría eran las mismas, a menudo le abrían puertas hacia mundos de significado completamente distintos.

La mujer, maravillada por este fenómeno, intentaba explicarse: “Compartimos el español, sí, pero las palabras son como espejos rotos. Debo pedir un ‘tinto’ si quiero solo café y no café con leche, y, si necesito tirar algo, tengo que preguntar por la ‘caneca’ en vez del bote de basura”. Día tras día, se encontraba con pequeñas sorpresas lingüísticas que la hacían sentir como una extranjera en el mismo idioma. Si necesitaba una pluma, un bolígrafo, en la papelería debía pedir un “esfero” o un “lapicero”, dependiendo de la región en la que estuviera. Los nombres de las cosas cotidianas cambiaban y bailaban en su cabeza como piezas de un rompecabezas que había que armar nuevamente.

A medida que pasaba el tiempo, sus oídos se fueron acostumbrando a nuevas palabras y sus labios a nuevos sonidos. Ahora comprendía que “chicanear” era presumir, “camellar” significaba trabajar, y que “chimba” era algo bonito, aunque “chimbear” era molestar. La riqueza de esos modismos le enseñó que, más allá de la lengua, las palabras llevaban consigo tradiciones, costumbres y un modo único de ver el mundo. Se adaptó, no solo por necesidad, sino por el gusto de abrazar una cultura que se entrelazaba con la suya, que se sentía lejana y, a la vez, tan cercana.

No obstante, había algo que no cambiaría. Escuchó una vez un poema del escritor chino Liu Xunfu, titulado El acento. De ahí, este verso le tocó el corazón: “El acento es un carnet de identidad. Al abrir la boca, sabrán de dónde vienes…”. Cada vez que hablaba, su acento la delataba, como una pequeña marca en el viento que recordaba a los demás de dónde venía, quién era. Su tono mexicano, chilango, era la voz de sus ancestros, de sus abuelos, de su infancia. Era su manera de rendir homenaje a su tierra, de decir, sin palabras, que su identidad no era un disfraz, sino una herencia sonora que guardaba con orgullo.

Entonces, decidió no esconderlo. A pesar de que aprendió a pedir tinto y a buscar canecas, su acento seguía intacto. No intentaba imitar entonaciones ajenas ni dejaba que el tiempo suavizara su cadencia. Su acento era la música de su historia, un recuerdo vivo de su familia y su país. “Mi acento es un tesoro sonoro”, se decía a sí misma, y cada vez que alguien la miraba extrañado, ella sonreía. Sabía que en su voz vivían sus raíces, y con cada palabra, celebraba el viaje que había emprendido, el amor que la había traído hasta allí y la esencia que la acompañaría siempre, sin importar cuántos países atravesara o cuántos idiomas aprendiera.


Karla Portela Ramírez





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