Realidades alternativas
Sin detallar a qué nos referimos con “mundo”, ni qué
entendemos por “realidad”, partimos de la distinción entre la “realidad habitual”
y las “realidades alternativas”. En ambas encontramos las nociones de espacio y
de tiempo, sólo que mientras en la realidad habitual estos son objetivos, en las
realidades alternativas son subjetivos. Podría decirse que en la realidad a que
estamos habituados espacio y tiempo son universales, son los mismos para todos;
a diferencia del espacio y del tiempo en las realidades alternativas, que se
manifiestan, se vivencian de manera particular, singular en cada persona.
Ahora bien, entre las realidades alternativas se
ubican el misticismo, el chamanismo y la locura. En cuanto al chamanismo, lo
enfocamos principalmente como medicina, en su dimensión curativa; que en contraste
con la medicina occidental –que actúa bajo la noción de causa y efecto– se basa
en la creencia. La cura chamánica básicamente consiste en proporcionar al
enfermo un lenguaje que le permite expresar lo informulable; la medicina del
chamanismo hace pensable una situación dada al inicio únicamente en términos
afectivos, esto desbloquea el proceso fisiológico y se produce la cura.
En otras palabras, mediante el ordenamiento de la vivencia,
de la experiencia vivida a través del lenguaje se trasladan a la consciencia
aspectos latentes, diluyéndose así conflictos y resistencias. La base de la
cura chamánica es el relato, la relación inmediata con la consciencia y
simultáneamente mediata con el inconsciente. Cabe decir que con base en este hecho
se ha vinculado al chamanismo con el psicoanálisis.
v
Percibimos o nos damos cuenta de la realidad habitual
y de las realidades alternativas gracias a lo que llamamos “consciencia”. De modo
que, si lo que conocemos y reconocemos es la realidad habitual, nos hallamos en
el nivel de la “consciencia normal”; si, por lo contrario, nos situamos en las
realidades alternativas, nos habremos sumergido en el nivel de la “consciencia
alterada o superior”, dando pie a la experiencia mística, no descriptible fielmente
con la normatividad de lo racional. No obstante, definida tradicionalmente como
la unión completa y extática con lo divino; lo cual supone la distinción al
menos entre dos realidades: fenómenos naturales y fenómenos sobrenaturales.
La anterior definición no satisface el objetivo por superar
la perspectiva dicotómica, el paradigma fragmentario con que se nos ha enseñado
a pensar y sentir, vivir el mundo. Consecuentemente proponemos una nueva forma
de comprender la experiencia mística: como el redescubrimiento de la unión
primordial. Lo místico como la unión de mi cuerpo con la Tierra, porque aproximarse
a la humanidad y a la naturaleza es aproximarse a Dios; el mundo es la manifestación
visible de Dios. La experiencia mística significa experimentar la integridad y
la interdependencia en todas las cosas: la vida unitaria, que es intemporal,
eterna e ilimitada. Concebir, vivir de esta forma la experiencia mística implica
una redefinición del “yo”, conlleva trastocar la propia identidad; de hecho, en
el misticismo se trata de un “nosotros”, más que de un “yo”. Igualmente,
experimentar la unión primordial, la vida unitaria hace que nuestro sentido de
vida, nuestro objeto de amor sea restaurar las fuerzas de la naturaleza,
liberar a la Tierra de la destrucción. Sintetizando, los efectos de la experiencia
mística son: redefinición del “yo”; sensación de certeza total; y, despertar
del amor y la compasión, que los otros adquieran valor radical con relación a uno.
Por último, al respecto, vale aclarar que antes de la
existencia de las Iglesias no había separación entre lo mundano y lo sagrado,
entre lo material y lo espiritual; la naturaleza era experimentada como una creación
fluyente de lo divino, como un todo, y los seres humanos se comunicaban
directamente con el Espíritu Sagrado.
v
Hablar de locura en gran medida es hablar de la noción
de “el mal”. Corresponde entonces preguntar, ¿cómo surge “el mal”? Para
responder tomamos como fundamento la afirmación de que la cultura es o se
constituye de tramas de significación que los seres humanos tejen. Por lo
tanto, la cultura es el conjunto de contenidos significativos que el individuo
posee sobre sí, sobre los otros y sobre el entorno. Desde este punto de vista,
la noción de “el mal” es parte de la cultura y se construyó como arma política
que permite la detección y la destrucción de lo que aparece como distinto
frente a una noción de bien superior. Es decir que, el mal sirve como
justificación moral para aplicar procedimientos violentos física y psicológicamente,
en virtud de la preservación del orden y el bienestar de la comunidad; al
tiempo que introduce en el otro, en “el malo” la idea de culpa, hasta que
termina por asumir que merece lo que le sucede, lo que le hacen.
Lamentable e insufriblemente la noción de “el mal”, lo
endemoniado, lo demoniaco históricamente fue asociado al cuerpo de la mujer. Bajo
el supuesto de que ella es carnalmente insaciable, se dijo que, en su pérdida
de la razón, a causa del desbocamiento por la pasión carnal, termina por
entregarse al demonio a través de la brujería para satisfacerse. De acuerdo con
dicho significado histórico del cuerpo femenino y en pro del bienestar de todos
y de ella misma, la mujer debe ser controlada, sometida, cuando no destruida.
Hoy asistimos al cuestionamiento de esas verdades
establecidas en torno al ser mujer; presenciamos y somos parte de la pugna de
esas tramas de significación sobre lo femenino principalmente porque le
cosifican en anulación de su entendimiento y su voluntad. Hoy vemos emerger y
crecer un protagonismo de la mujer basado en su capacidad de respuesta creativa
ante las crisis. Entre otras acciones, se integran comunidades de sanación dónde
experimentar la fortaleza individual y grupal; partiendo de la narración y del diálogo,
una de las finalidades es revertir el dolor y concientizar sobre la sabiduría
del propio cuerpo.
Karla Portela Ramírez
18 de julio, 2023
Santa Elena, Antioquia, Colombia
No hay comentarios.:
Publicar un comentario