¡Silencio!
Por
Juan Ramón Velázquez Mora
Tomado de
Instituto Cultural de León. Publicación
mensual. León, Guanajuato.
Parece que la conjura en contra de la paz y el silencio se ha filtrado
también a los cines. Ahí se vuelve una cuestión de civismo, pero también de
sentido común. Ver una película también
es escucharla. Junto con los anuncios de se
prohíben mascotas y salida de emergencia debería instalarse en todas las
salas un letrero gigante que exija SILENCIO. Hay toda una vida para discutir
sobre películas, bien nos podríamos callar hora y media para verlas.
La sugestión que exige el cine
para su disfrute cabal no es un estado ordinario. Se trata de un trance de
comunión en el que participan los autores de la película y la audiencia, unos
ejerciendo sus poderes de sugestión y otros sometiéndose –o no– a ellos. Hasta
podría decir, sin temor a errar demasiado, que el éxito de una película depende
siempre de su capacidad para conjurar esa hipnosis. Es un momento de equilibrio
similar a algunas fases de la embriaguez en las que todavía se pueden articular
pensamientos, y la alegría fluye veloz. Terso como el rostro del mercurio, esta
levedad se marchita fácilmente. Los enemigos son muchos. La naturaleza masiva
del medio es uno de ellos. No se trata de un acto privado, como la lectura de
un libro. Hay demasiados factores que escapan de nuestro control y quedan
sometidos a la opinión de la multitud. Como se sabe, las aglomeraciones son
estúpidas por naturaleza.
Muchas veces esa zona sutil de la
que hablaba se quebranta por mera falta de civilidad. Porque, al final, se
trata de eso: civilización. Las salas son puntos altos de esa palabra tan
maltrecha en nuestros tiempos. Tanta gente junta sin morderse, rasguñarse,
matarse o amarse debería ser un punto de orgullo para la especie. En el espectáculo del cine, tales necesidades
humanas se lanzan hacia la pantalla. Estamos juntos para matarnos sin matarnos,
amarnos sin amarnos, espiarnos sin espiarnos. Todos tenemos el mismo derecho
sagrado de disfrutar en paz de este ritual… pero los enemigos son muchos.
Otro de los efectos hipnóticos de
la pantalla implica olvidar que estamos en público y acompañados. Entramos en
una dimensión privada o, mejor, íntima. Es por eso que tantos amantes han
fallado favorable la oscuridad de las salas para soltar amarras. Además de
señalarlos quisiera decir que los comprendo. La fortificación interior que
usamos para amar es muy parecida a la que usamos para soñar. Pero ese castillo
está hecho de naipes. Basta el dulce aroma del queso con vinagre o los hot-dogs
con chile jalapeño para cortar de golpe el romance más carnoso. Entiendo que
las camas aburran de vez en cuando, pero los juegos y sonidos del amor producen
un efecto muy desagradable para los que no están involucrados. (Sólo el placer
es capaz de auspiciar esos lodazales sin causar repugnancia.)
Es muy extraño que los museos y las iglesias impongan un respeto universal casi sin proponérselo, mientras que a los cines van todos con la intención de destapar cervezas, abrir bolsas de fritangas… Es como si el cine los conjurara. Tampoco se excluyen los bebés llorones, los adolescentes en manada o los que llegan diez minutos después de iniciada la película. Tarados, muchas veces arreados por los pastores de la publicidad o el ocio, que se han olvidado de cómo permanecer con la boca cerrada, concentrados en lo suyo y en calma con el prójimo. Lo que debería ser el estado normal de las cosas, la base desde donde se construye la sana convivencia, parece aquí una exigencia desesperada. Incluso puede que sea una exigencia demasiado alta para una tasa de homicidios como la de nuestra ciudad, en donde todavía es común leer en las noticias que la gente se dispara en la calle por disputas de tránsito.
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