domingo, 12 de enero de 2025

Nuestra filosofía de vida

 

Casa de la Filosofía reconoce como uno de sus pilares fundamentales el sentido comunitario. Creemos, sentimos y vivimos cada día con la convicción de que nadie existe ni se forma de manera aislada; por el contrario, somos seres coexistentes e interdependientes. Todo lo que hacemos, o dejamos de hacer, como individuos y como grupo, siempre impacta y se realiza con y para otros.

Desde el inicio de nuestras actividades, hemos priorizado la creación de alianzas y la colaboración con personas y colectividades, en busca de un enriquecimiento mutuo y en favor del bienestar común.

Estamos abiertos a trabajar en conjunto con emprendimientos empresariales, instituciones gubernamentales, colectivos artísticos, asociaciones civiles, centros educativos y otras organizaciones que compartan nuestra visión de fomentar el desarrollo de una ciudadanía crítica, participativa y con sentido social.

Casa de la Filosofía apuesta por el desarrollo de ciudadanos capaces de construir reflexivamente su propio pensamiento mediante el diálogo de saberes. Promovemos la capacidad de analizar y cuestionar lo existente para participar activamente en la vida comunitaria, proponiendo cambios y mejoras. Sobre todo, impulsamos a las personas a actuar con congruencia, encarnando los valores de una ciudadanía humanista y democrática.


Karla Portela R. y Germán Leonardo Cárdenas V. 




 

 

 

sábado, 11 de enero de 2025

Colonización actual

Colonización actual



Sigo pensando que aún estamos colonizados, nuestros países -pienso en México y Colombia- aún viven bajo el dominio de otro(s), quizá ya no en forma francamente violenta, sino de manera sutil y encubierta por acuerdos de tipo comercial y político. La época colonial oficialmente terminó, ya no somos administrados, controlados y explotados por extranjeros, al menos no explícitamente. Sin embargo, seguimos colonizados porque nuestra manera de pensar, sentir y actuar continúa dominada por la mentalidad y criterios de vida impuestos por quienes, desde cierta perspectiva, podríamos llamar colonos. 

Si lo pienso en términos filosóficos, diría que aún rige en nuestro ser, estar y hacer en el mundo la razón instrumental, el razonamiento lógico y tecnológico que privilegia la utilidad -particularmente económica-, que considera a los objetos, a todo los seres como medios para alcanzar algún fin determinado en beneficio propio y particular. Estamos colonizados por una razón instrumental, con base en la cual objetivamos la naturaleza y cosificamos a los otros seres humanos para manipularlos a nuestro favor. Hoy día, las consecuencias de esta forma de vida son evidentes, se manifiestan como sobreexplotación, contaminación, destrucción de la naturaleza, y correlativamente como explotación y alienación de las personas. 

En una frase, la colonización que hoy padecemos tiene raíz en la razón instrumental y sus brotes invaden todos los órdenes de la vida humana, con un rasgo común: violencia. Entendida ésta, como la obstrucción e incluso anulación, del desarrollo íntegro de las fuerzas ínsitas a nuestra especie: entendimiento y voluntad, que florecen en dirección intelectual, corporal, afectiva y artística. 

Termino esta reflexión distinguiendo los siguientes términos: influencia, lo que hay en mí y que no es mío; condicionamiento, circunstancias o situaciones de las que depende mi existencia; determinación, causa(s) de mis decisiones y de mi conducta; dominación, poder que otro(s) ejerce(n) sobre mí; manipulación; cuando otro(s) interviene(n) y decide(n) por mí, conduce(n) y controla(n) mi voluntad. Todo lo cual sumado y entretejido, da lugar a enajenación, el entorpecimiento de mi razón y de mis sentidos, que conducen a la desposesión de sí, alienación

Karla Portela Ramírez
Enero, 2025







jueves, 2 de enero de 2025

Un viaje ancestral entre acentos y palabras


Un viaje ancestral entre acentos y palabras


Había una vez una mujer que decidió cambiar su vida por amor. Emprendió el viaje hacia un nuevo país, dejando atrás paisajes y calles familiares, decidida a seguir el latido de su corazón. Sin embargo, como sucede en toda migración, el cambio no trajo solo felicidad; también trajo aprendizajes y desvelos, encantos y desencantos. Aunque el país que la recibía compartía el español como idioma, la protagonista pronto descubrió que el lenguaje no era tan común como ella había supuesto. Las palabras, aunque en teoría eran las mismas, a menudo le abrían puertas hacia mundos de significado completamente distintos.

La mujer, maravillada por este fenómeno, intentaba explicarse: “Compartimos el español, sí, pero las palabras son como espejos rotos. Debo pedir un ‘tinto’ si quiero solo café y no café con leche, y, si necesito tirar algo, tengo que preguntar por la ‘caneca’ en vez del bote de basura”. Día tras día, se encontraba con pequeñas sorpresas lingüísticas que la hacían sentir como una extranjera en el mismo idioma. Si necesitaba una pluma, un bolígrafo, en la papelería debía pedir un “esfero” o un “lapicero”, dependiendo de la región en la que estuviera. Los nombres de las cosas cotidianas cambiaban y bailaban en su cabeza como piezas de un rompecabezas que había que armar nuevamente.

A medida que pasaba el tiempo, sus oídos se fueron acostumbrando a nuevas palabras y sus labios a nuevos sonidos. Ahora comprendía que “chicanear” era presumir, “camellar” significaba trabajar, y que “chimba” era algo bonito, aunque “chimbear” era molestar. La riqueza de esos modismos le enseñó que, más allá de la lengua, las palabras llevaban consigo tradiciones, costumbres y un modo único de ver el mundo. Se adaptó, no solo por necesidad, sino por el gusto de abrazar una cultura que se entrelazaba con la suya, que se sentía lejana y, a la vez, tan cercana.

No obstante, había algo que no cambiaría. Escuchó una vez un poema del escritor chino Liu Xunfu, titulado El acento. De ahí, este verso le tocó el corazón: “El acento es un carnet de identidad. Al abrir la boca, sabrán de dónde vienes…”. Cada vez que hablaba, su acento la delataba, como una pequeña marca en el viento que recordaba a los demás de dónde venía, quién era. Su tono mexicano, chilango, era la voz de sus ancestros, de sus abuelos, de su infancia. Era su manera de rendir homenaje a su tierra, de decir, sin palabras, que su identidad no era un disfraz, sino una herencia sonora que guardaba con orgullo.

Entonces, decidió no esconderlo. A pesar de que aprendió a pedir tinto y a buscar canecas, su acento seguía intacto. No intentaba imitar entonaciones ajenas ni dejaba que el tiempo suavizara su cadencia. Su acento era la música de su historia, un recuerdo vivo de su familia y su país. “Mi acento es un tesoro sonoro”, se decía a sí misma, y cada vez que alguien la miraba extrañado, ella sonreía. Sabía que en su voz vivían sus raíces, y con cada palabra, celebraba el viaje que había emprendido, el amor que la había traído hasta allí y la esencia que la acompañaría siempre, sin importar cuántos países atravesara o cuántos idiomas aprendiera.


Karla Portela Ramírez